Tapizado corazón de orquídeas negras (Fragmento)

8 julio, 2023

Mientras el país sale de la Revolución, una mujer enfrenta una hazaña aún más grandiosa: la conquista de su cuerpo. La poetisa y fotógrafa Cayetana de la Cruz y Schneider está lista para desandar pasos y acepta desnudar su alma ante un periodista que, como todos aquellos que han sido tocados por su obra, está intrigado por conocer las confesiones de esta artista. Este es un fragmento de la nueva novela de nuestra columnista Évolet Aceves

Texto: Évolet Aceves*

Armario

Verano de 1911

En el interior de aquella habitación alfombrada como pasto selvático, tomaron lugar mis primeros recuerdos. Una especie de ola luminosa entraba por la ventana, dibujando en el aire ondulaciones de microscópicas partículas de polvo que se agitaban vertiginosas cuando mi madre sacudía sus prendas asfixiadas en el fardo de vestidos, que con tanto celo acumulaba en su armario de caoba: un clóset coronado por arabescos pletóricos que me mareaban al seguirlos con la mirada, mientras trataba de llegar al algoritmo indescifrable de aquellas extenuantes curvas tan arcanas. Cómo olvidar aquellos vestidos en extremo alucinantes…

El enorme ropero tenía tres lunas de azogue en las que miraba mi reflejo con recelo; temía que los espejos, gigantescos y ovalados, de pronto se volvieran lagos, mares, océanos, y que me devoraran para aislarme entre oscuros terrenos lacustres, rodeado por las criaturas amorfas de la noche que tanto evadía con mis lámparas encendidas al dormir.

Al mismo tiempo, aquellas aterradoras lunas me provocaban una especie de curiosidad; eran tan perfectamente elípticas que, de vez en cuando, me acercaba a observar el delgado filo que separaba el frente del envés. ¿Qué había detrás? Antes de dormir me cuestionaba qué mundo habitaba al reverso de esas lagunas mercuriales. Llegué a pensar en abrir, por cuenta propia y sigilosamente, cada una de las puertas del clóset, pero sería imperdonable, ese mueble de la casa le pertenecía a mi madre como un altar, sería un sacrilegio siquiera intentar tocar sus vestidos con mi curiosa impertinencia.

Durante las noches aciagas me inundaban pesadillas en las que, al abrir el ropero, me encontraba frente a una ne- blina espesa que salía del armario, una neblina asfixiante que me jalaba con sus manos al interior del mueble, y yo clamaba pidiendo auxilio mientras mis dedos se aferraban a la boca del ropero infernal, pero por más que vociferaba mi desesperación, no salía el menor sonido de mi boca. Rezaba el avemaría prometiendo jamás volver a intentar abrir esa puerta. La niebla me jalaba cada vez con más fuerza. Todo era oscuro, la puerta que abrí se cerraba con- migo adentro.

Al despertar, mi madre estaba junto a mí, angustiadísima, con un rosario de abalorios en la mano. Llorando desesperadamente, yo sólo me aferraba a ella. Con el simple hecho de verla sabía que estaba a salvo, que no debía pensar más en ese ropero abominable.

Bolero de zapatos

Al final, la ansiedad carcomía mis entrañas; me quemaba esa necesidad angustiosa e imperante de conocer la mate- ria que habitaba detrás de las lunas de azogue. Y entonces encontré una oportunidad.

Algunos fines de semana mis padres me llevaban al circo Orrín junto con mis hermanos mayores: Leopoldo y Narciso, siete y tres años mayores que yo. Pero un domingo fingí sentirme mal del estómago para cumplir mis intenciones y descubrir al fin los secretos del armario. Como respuesta a mi dolor gástrico ilusorio, mis padres decidieron dejarme con Adolfa y Felisindo.

Felisindo estaba a cargo de la jardinería y de cualquier otro arreglito de albañilería que requiriera la casa. Era el enmendador de mi hogar. Con sus mágicas manos solucionaba todo, hasta talló un caballito de madera en el que pasaba mis tardes cabalgando al interior de mi aposento. Su nombre me evocaba alegría. Todo él era un hombre trabajador; proveniente del campo, pero aventado por el viento a la ciudad a causa de las sequías. Me contaba que su padre le decía: «Si vas a ser bolero, sé el mejor y lustra los zapatos como ningún otro». Y aunque nunca lo vi boleando zapatos, sí vi cómo boleaba mi casa, convirtiéndola en un estallido de fulgores.

Me enteré por una imprudencia de Adolfa, el ama de llaves, que la esposa de Felisindo, asistente de los curas, lo había engañado con el joven y recién llegado sacerdote de la parroquia, a quien tan devotamente sirvió que terminó por asistirlo hasta en sus placeres más carnales, a lo mejor en el lecho de Dios. Ya no llegó a esa parte Adolfa porque se dio cuenta de que me estaba diciendo indiscreciones, lo noté por sus ojos bien abiertos y sus manos silenciando su lengua traicionera. Pobre Felisindo, tan buen hombre…

Con frecuencia, Adolfa me hacía un té de manzanilla inigualable, tan amarillo como los elotes y más dulce que el mismo manzano. Ante mi impecable actuación estoma- cal, aquel día terminó por colmarme de té hasta llegar a un fatigoso empacho. El olor a manzanilla se quedó impregnado en mi piel, en cada partícula de mi cuerpo, en mi sudor; hasta mis sueños eran invadidos por su fragancia. El aroma me duró una semana entera. Naturalmente, no logré mi deseo caprichoso de llegar a la habitación de la alfombra verde, pero, sin duda alguna, regresaría después para descifrar los secretos del armario.

Hombres con pelos

En uno de mis viajes por la biblioteca, que algún día le perteneció a mi abuelo, entre los varios libros empolvados me dio curiosidad uno titulado Fanny Hill: Memoirs of a Woman of Pleasure. Cautivó tanto mi mirada y mi atención, que comencé a husmearlo. Estaba impúdicamente ilustrado con imágenes de cuerpos desnudos, de hombres y mujeres. Había unos muy bonitos, luego otros más grandes, con pelos. Temía que Dios le fuera a decir a mis padres lo que estaba viendo, pero mis curiosidades suelen ser intempestivas. Me tapé los ojos con la mano, mas veía todo por las rendijas de mis dedos ligeramente separados, al mismo tiempo me santiguaba pidiendo el perdón de Dios. Hojeaba con ansias aquellas páginas, quería ver más hombres desnudos, no sabía que sus cuerpos eran así de hermosos cuando se despojaban de sus prendas.

Aquella noche no logré conciliar el sueño, estuve pensando en el miembro de los hombres, en los voluminosos pechos de las mujeres y en esas glándulas mamarias similares a las de las vacas. Nunca había visto tanta desnudez. Cuando me bañaba Adolfa en la tina, ella siempre estaba vestida. Sólo yo me encontraba desnudo.

Mi ávida curiosidad me obligó a regresar todos los días a ese libro, hasta que terminé por devorarlo junto con otros más. Y yo que pensaba que las mujeres se embarazaban cuando les introducían el miembro por el ombligo, como los caballitos de mar…

Beso de abejorro

Adolfa era una persona elemental, siempre cuidaba de mí como si fuera su hijo; cuidaba tanto de mí como yo de ella. Su cabellera blanca siempre estaba recogida, me daba la impresión de que sobre su cabeza reposaba un panal de abejas y que en cualquier momento saldrían a picotearme. A esos bichos yo les guardaba un temor incalculable.

Mi primer contacto con ellos fue en alguna visita a la alberca Pane, adonde solíamos ir con bastante frecuencia en los veranos. Aquella tarde soleada me encontraba expandido como estrella de mar sobre el camastro, mi madre me había comprado un nuevo traje de baño y yo me solazaba por largos periodos de tiempo recibiendo la luz del sol que acariciaba mi piel mojada, la humedad del viento caliente secando con lentitud las gotas de mi cuerpo para convertirlas en partículas volátiles. Me sentía una estrella alimentada por los rayos solares. De pronto, me petrifiqué ante la incipiente quemadura que emanaba de mis labios. Al inicio, pensé que eran los sórdidos rayos de sol, pero mi boca se inflamó estrepitosamente. Sentí mi semblante deforme, grité tan fuerte que a una señora se le cayó su coctel en la piscina y otra más se desmayó del susto.

Al tocar mis labios no me reconocí, me había convertido en el jorobado de Notre Dame. Mis padres acudieron solícitos a mi llamado. Al ver sus expresiones faciales, sabía que mi hermoso rostro se había convertido en una tragedia, me encontraba destinado a la fealdad eterna, era un hecho. No paraba de llorar, sentía entumida mi cara entera, la mitad de mi cuerpo. «Fue el maldito abejorro que andaba merodeando por aquí», dijo mi padre muy enfadado.

Después me explicaron que con el tiempo se me pasa- ría, me hicieron saber que aquel siniestro ocurrido en mis labios inocentes no se apoderaría de mí a perpetuidad. Me dieron una bebida sin alcohol, sólo así lograron apaciguar mis nervios. Le di la razón a mi padre, ese maldito abejorro seguramente me había inyectado el veneno con su diminuto aguijón. ¿Habrá confundido mis dulces labios con los de una abejita? Quizá. Posiblemente se enfadó al ver que se equivocaba y, al notar que no podía besarme ni embarazarme como a ellas, en lugar de beso, me dio un ponzoñoso zarpazo.

Al regresar a mi casa, Felisindo me dijo: «¿Y ahora por qué traes toda la boca floreada, pus qué te hicieron?». Yo me imaginé geranios y camelias saliendo por mi boca, tal vez el veneno del abejorro no era tan malo como pensaba, pues, en cierta forma, el abejorro embarazaba a las corolas para que nacieran más flores.

Botas de piel negras

Aquel clóset era el manantial de mis angustias, de mis mayores cuestionamientos y mis deseos más secretos. En su interior, al ras del suelo, mi madre colocaba cuidadosamente su inigualable arsenal de calzado de tacón: zapatillas, sandalias, botas…

Acechaba a mi madre cuando se acercaba a la habitación y observaba detenidamente cada movimiento que hacía al ponerse sus botines de tacón Luis XV. En particular, recuerdo unas botas negras de piel de un oscuro infinito, más negras que la zona abisal.

Era como un sueño ver aquel ritual de mi madre: situar las botas puntiagudas en el piso, ingresar sus delicadas piernas en ellas y religiosamente abrocharlas, botón por botón, mientras la luz las hacía brillar. Era necesario contar con mucho tiempo de vida. Yo contaba con ese tiempo y más, podría pasar siete vidas enteras observando con esmero el movimiento de aquel calzado que tenía una personalidad en sí mismo, no requería piernas para vivir, existía por sí solo. Me deleitaba así, viendo a mi madre mientras mis hermanos jugaban con algún balón en el jardín. Esas agobiantes botas negras se quedaron grabadas en mi memoria, como el lampo que se guarda en los ojos tras voltear a ver directamente al sol.

Trajecito baladí

El clóset me resultaba una especie de altar. Ejercía sobre mí una fuerza desconocida. Aquel mueble era magnánimamente sagrado, tanto así que sentía una necesidad acuciante de reverenciarlo todas las mañanas al desnudar mi cuerpo para ataviarme con el uniforme escolar, el cual extraía no del mágico armario de mi madre, sino del mío: un clóset modesto, sin detalles ni bordeado de infinitos alamares.

Mi uniforme estaba compuesto por un pantalón de gabardina azul marino, una camisa blanquísima, un suéter azul rey y mi corbata satinada, hecha de noche, relucientemente oscura. A pesar de que me veía muy guapo, el uniforme me resultaba fútil en comparación con los vestidos barrocos de mi madre y de mi abuela Ewa. Yo prefería usar uno de esos vestidos para asistir a la escuela en lugar de mi trajecito baladí.

En ocasiones usaba también un par de trajes, uno color blanco y otro azul marino, conformados por un saco y pantalones cortos, complementados por camisas abrochadas hasta el cuello, aunque, claro, hubiera preferido adornar la nobleza de mi rostro angelical con las delicadas prendas que tanto relucían en mis compañeras del colegio del turno vespertino, quienes dejaban caer sus caireles o sus moños de listón de seda sobre los cuellos de encaje.

Lo que más disfrutaba de mis trajes eran las medias de lana, de variados colores y texturas, que llegaban abajo de la rodilla. A ras del suelo, veía el fulgor de mis diminutos zapatos de charol negro.

Eso sí, sea cual fuere el pantalón que llevara puesto, yo siempre lo subía hasta lo más alto de mi cintura, lo ajustaba, bien ajustado, con el propósito de resaltar la prominencia de mis curvas pompas, mis alucinantes formas, porque Dios me otorgó el esplendoroso milagro de tener unas pompas divinas, únicas, más perfectas que las de la mujer más hermosa del mundo. Yo nunca las disimulo, todo lo contrario, las resalto. Y aunque intentara ocultarlas, mis religiosas curvaturas sobresalen, así, solas, sin mayor esfuerzo. Es tanta la prominencia de mis circulares contornos que no logro caber en mi orgullo.

Por lo regular hacía uso de los pantalones cortos en verano o durante los paseos dominicales con la familia, día en el cual Adolfa untaba la brillantina inglesa Yardley de lavanda en mi cabello para dotarlo de forma y vida, y así lucir radiante. Un domingo me levanté muy temprano, me envalentoné para acudir directamente al armario de mi madre, pues esta vez lo abriría. Por fin iba a descubrir a la luz del sol los abismales secretos de esas lunas de azogue. Al ser de día, no tendría por qué aparecer ninguna criatura temible, ésas sólo aparecen de noche.

Al llegar a la habitación alfombrada, me dirigí al armario y lo abrí en un santiamén. Un aroma a violetas habitaba aquel mueble repleto de vestidos y zapatos. Me vi aprisionado entre los reflejos del mercurio. Una prisión que me gustaba por lo que contenía. Entonces aparecieron aquellos míticos zapatos perfectamente alineados ahí dentro. Saqué unas botas largas con el tacón Luis XV pulido a la perfección, y la estructura puntiaguda, finamente tallada en madera, estaba ornamentada de arabescos excesivos tejidos a mano; por el frente, estaban amarradas con una infinidad de lazos entrecruzados, la caña era muy alta para mi estatura. Nunca se las había visto a mi madre, posiblemente le pertenecieron a mi abuela. Tomé otros zapatos con un tacón Luis XV de madera de cerezo —mis padres me habían enseñado a diferenciar los de cerezo de los de caoba—, eran de terciopelo rojo, adornado con arabescos florales dorados encima y el empeine coronado por una llamativa horquilla. Parecían de pirata, un pirata de muy buen gusto.

Tal vez los espejos del armario me atraían irresistiblemente hacia ellos sólo para que yo descubriera esos tesoros de calzado. Pero entre los zapatos satinados, los de brocado y los opacos, mi atención se centró en las botas fulgurantes que me mantenían por las noches en angustioso estado: las botas negras de mi madre. Me inserté en el mueble para alcanzarlas y, al situarlas sobre la alfombra, de inmediato me las coloqué mientras la puerta del armario se iba cerrando lentamente. Una vez cerrada, no pude creer lo que vi en mi reflejo: era mi cuerpo, mi minúsculo cuerpo fusionado a la fatalidad de aquellas botas negras, majestuosas, que me llegaban a los muslos; su negro centelleo me llenó el alma de una dicha inalcanzable. Estaba viviendo mi mayor alegría, una que no duraría mucho. Resultaba imposible mantenerme completamente erguido sobre ese tacón Luis XV, mas no importaba, aprendería a caminar en ellos, los dominaría para usarlos con tanto garbo como mi madre.

De pronto, detrás de mí, una sombra fue apareciendo en el espejo, una sombra que fue transformándose en mi madre. Con silueta firme y voz tierna, me dijo: «Leonardo, hijo, ¿qué estás haciendo?… No, mi amor, esos zapatos son míos nada más. Son sólo para mujeres». Con un cariño asfixiante y letal, me levantó, desprendiéndome con delicadeza de sus botas. Al bajar la mirada vi cómo mis piernas iban saliendo, despidiéndose, despegándose de las botas por una fuerza ajena a mi albedrío, emigrando de ese palacio negro de mis sueños. Mi madre me arrancó suavemente de mi genuina felicidad para colocarme en unos botines enormes de suelas llanas, tan planas como el futuro que esos zapatos me auguraban: «Aquí sí puedes meterte, mi amor, en los zapatos de tu padre».

Sentí una estampida gutural de pájaros negros abalanzándose sobre mis entrañas, como río caudaloso, como maremoto fulminante. Quedé mudo. Paralizado. Ahí descubrí la diferencia entre yo y los demás niños. Esas palabras, que eran ecos martillando los destellos de mi inocencia, se convirtieron en el cerrojo bajo llave de la imposibilidad de ser mujer.

Se abrió, en cambio, la puerta de mi masculina condena. Como avalancha, se vino sobre mí la vergüenza de mis deseos más profundos, de los actos de mi cuerpo; un cuerpo, a su vez, maniatado y sumergido en las aguas de la virilidad impuesta.

Al verme en el espejo, sentí mi cuerpo cortarse en el reflejo, mis fulgores se hundieron junto conmigo, muy en lo hondo de la prohibición, en el abismo del castigo. La única alternativa para salir de tal pesadilla viviente fue refugiarme en un llanto ahogado en lo más hondo del alma, del que fue testigo mi almohada y el pavorreal de piedras incrustadas que tenía por cabecera, un pavorreal que presenció durante repetidas ocasiones mis sollozos enmudecidos, los lamentos que gritaba a los más elevados decibeles pero sin sonido alguno, porque eran gritos hacia mi interior, ecos de un abatimiento silencioso.

Ni el sonido más estruendoso ni las más hondas tristezas podrían siquiera asemejarse al dolor que sentí frente a la imposibilidad de ocupar aquel sitio en este mundo: ese anhelado sitio gestante, proliferante; ese cuerpo al que se le aplaude por usar elegantes vestidos, medias y tacones, adornos de pies a cabeza. Jamás sería aquel cuerpo cortejado por hombres mediante serenatas, cartas y bailables. Aquellos serían placeres que yo nunca podría experimentar por haber nacido con un bulto entre las piernas.

Aunque mi cuerpo no me disgustaba, al contrario, me parecía muy bonito, con él no podía ser visto como la mujer que era. Parecía que nadie se interesaba en ver las camelias que tenía por órganos, las buganvilias que tenía por huesos. Intuía que la entrepierna era destino.

Ése fue mi pecado primigenio: haber nacido con una rosa entre las piernas. Es ése mi primer recuerdo.

Entrevista (primera parte)

1 de febrero de 1926

CAYETANA: Honestamente, prefiero aprovechar el tiempo contándote lo posterior a mi infancia. Si quieres indagar sobre mi niñez, te sugiero acudir a esa especie de diario que escribí durante varios años, carece casi por completo de fechas; en aquella época sólo pensaba en ser adulta, no en fechar mis diarios, sin saber lo que significaba ser una mujer adulta y joven como yo. Pero me parece que de ahí podrás extraer la información que deseas sobre mi primera etapa de vida. Además, los recuerdos cambian con el paso del tiempo. Es muy probable que lo que te diga ahora sobre mi infancia sea una imagen completamente distorsionada de lo que viví en aquellos años. Como te digo, la memoria es un recurso que se entrelaza con los deseos, con la represión.

Ese diario debo tenerlo por ahí. Desconozco por completo su paradero, pero sé que debe estar en algún lugar. Si lo encuentro te lo doy, para que puedas leerlo. ¿Cómo me dijiste que querías llamar tu libro sobre mi vida?… Querido, un libro sobre mi vida no puedes titularlo así de sencillo, así de simple. Ese libro merece llevar un título garigoleado, como solía describirme Adolfa: «mi niña garigoleada…».

Así que después habrá que pensar bien ese título. Luego te cuento quién es Adolfa… Me comentaste que habías escrito la introducción sobre tus impresiones al llegar a mi casa por vez primera. Préstamela, me gustaría leerla:

26 de enero de 1926

Me encontraba sumamente nervioso al visitar la casa de la poetisa Cayetana de la Cruz y Schneider…

Aquí deberías cambiar casa por una palabra más propia para este palacio. Definitivamente ésta no es una casa cual- quiera, este santuario es una casona. Acércame la pluma fuente, voy a rayar lo inapropiado y subrayaré las correc- ciones que deberás hacer. Y no se te olvide, querido, men- cionar que también soy fotógrafa.

Continúo:

La casa casona ubicada en la calle de Versalles, en la colonia Juárez, se encuentra descuidada, abatida por el tiempo y la falta de mantenimiento en impecable y reluciente estado. A lo lejos, veo salir a la hermosa poetisa y fotógrafa a la que vine a ver. Se confunde entre los helechos que decoran la entrada del portón principal, camina con fragilidad y fuerza al mismo tiempo, con su larga bata de seda verde que se mece por el viento mientras camina —como las mejores modelos mexicanas— dirigiéndose a la reja donde me encuentro, con su aire de inocencia y, a su vez, severamente rutilante. Tiene un bucle prominente sobre su frente, las chapas pigmentan sus mejillas, su cuello está repleto de suntuosas perlas interminables, hay aros de diferentes tamaños en sus muñecas, tiene manos cuaja- das de anillos engastados con antiguas piedras. Me sudan las palmas, me parece inaudito que aquella mujer de inefable belleza haya escrito tales versos y capturado tales fotografías.

La bella y joven poetisa, con sus labios pintados de un púrpura casi negro, me lanza una amigable sonrisa que entrevera una sensi- bilidad sumamente aguda. Me pregunta:

—¿El periodista Juventino?

—Sí, buenas tardes, señorita —respondo nervioso.

—Adelante, pasa, por favor —me dice con su voz dulce y grave por igual, la mujer de las dualidades—. Me encanta que me digas «señorita», aunque somos casi de la edad, querido, siéntete con la confianza de llamarme Cayetana. Tienes un buen nombre, me recuerdas al poeta melódico Juventino Rosas, quien formó parte de la ópera de la amiga de mi abuela: la soprano Ángela Peralta, qué angelical voz, ¿no crees? Siempre acudía a mi familia para diseñar sus vestidos, sólo mis abuelos lograban satisfacer los caprichos de Ángela —musita sonriendo mientras mis nervios evidentes se van descongelando.

Al ingresar, se percibe una insondable nebulosa que habita al interior de su sala. El humo de tabaco mezclado con un singular aroma a jazmines perfuma la estancia entera.

La poetisa y fotógrafa Cayetana se sienta en el sillón individual de terciopelo rojo, invitándome a hacer lo mismo donde esté más cómodo. Todos sus sillones —art nouveau— están ligera- mente maltratados, pero son de muy buen gusto. Me encuentro impresionado, más bien cautivado, con la cantidad de detalles decorativos en su casa y los muebles de estilo rococó tan bien conservados. Ventanales de una herrería idílicamente ornamentada, floral y vesánica a la vez.

En el ecléctico hall hay vitrinas con muñecas que parecen niñas arregladas, ¿victorianas, isabelinas? Ella les pintó las chapas a to- das con sus mismas brochas, me afirma.

Hay una mesa estilo Luis XV rodeada por sillas de bejuco. Sobre la mesa, vajillas empolvadas de plata y un hermoso florero de porcelana al centro, con un cúmulo de orquídeas y camelias vibrantes por hermosas; en los rincones hay cómodas relucientes, sobre una de ellas está un fonógrafo; sobre las demás, innumerables figuras de Lladró con señoritas finiseculares en vestidos de crinolina sosteniendo delgadísimas sombrillas, así como ángeles del mismo material y perritos de porcelana Staffordshire; hay también un catalejo dorado que apunta al firmamento por uno de los ventanales.

Cuadros, espejos, lámparas, candelabros de araña de cristal.

Es como encontrarse en un museo de orfebrería europea o en un cuento feérico. Hay una jaula al final del pasillo, tanto lóbrega como profundamente misteriosa, que guarda en su interior un escritorio muy antiguo, varios libros, hojas ordenadas, plumas fuente y varias máquinas de escribir; todo ello coronado por otro candelabro de araña de cristal. Me pregunto, ¿de qué habrá sido testigo aquella enorme jaula?, ¿qué pájaros la habrán habitado?, ¿quién la habrá construido?

Me parece un buen inicio, querido. Asegúrate de hacer las correcciones que marqué.

Para empezar, me gustaría leerte un poema que escribí anoche. Lo intitulé Cósmica:

Soy expandida colisión de estrellas,

una ráfaga de luz

de opalescentes luces de espinela sostenida

por dos piernas de caladas medias.

Son mis glúteos de alabastro dos desconocidos planetas

compuestos por estelas de asteroides y olas gravitacionales.

Orbitados son mis glúteos

por los sueños incendiarios de los hombres y por los negros abalorios aperlados

que tengo por simétricos lunares: son las lunas

de mis cósmicos pecados circulares.

JUVENTINO: Es verdaderamente cautivador, señorita Cayetana.

Alcanzo a ver la letra de sus cuadernos, de un delineado exquisito, ornamental, los trazos parecieran más bien enredaderas que se vuelven poemas, o poemas que se vuelven enredaderas; una selva de enramados poéticos.

C: Gracias, querido, me da gusto que sea de tu agrado. Por favor, llámame Cayetana; omite el señorita. Sé que lo soy, pero puedes despojar esa formalidad. Empecemos con tu entrevista.

J: De acuerdo, así lo haré. ¿Cuál es el primer acercamiento de Cayetana con las letras?

C: Me gustaría decirte que fue por medio de mis padres, pero no fue así. Mi abuelo tenía una vasta colección literaria en su biblioteca, la cual leyó completa en su juventud, mas no en sus años decadentes; ya nunca leía porque optaba por alcoholizarse hasta perder la conciencia. Yo sí la aprovechaba, me refugiaba ahí. Pero la primera reminiscencia que viene a mi memoria es cuando vi en primer grado de primaria a la educadora escribir con gis en el pizarrón la fecha: «México, a 2 de agosto de 1907». Esa é acentuada ella siempre la escribía chueca a propósito, se apropiaba de ella y la estilizaba con la tiza.

Recuerdo el momento preciso en que chocaba el gis blanco sobre la superficie verde del gigantesco pizarrón, chocaban como dos planetas colapsando en el cosmos, y la tiza, producto del colapso, se evaporaba en el aire como polvo de estrellas; se desplazaba en el espacio, con cada letra, con cada acento, mientras ella escribía y escribía. El tiempo se petrificaba y sólo aquellos universos microscópicos de tiza permanecían en movimiento. Yo pensaba que dentro de cada una de esas infinitesimales porciones de tiza existía un universo desconocido; discurrían los minutos mientras imaginaba que cada partícula de polvo era un mundo, con sus propias geografías, con sus piedras preciosas y minerales distintos a los de la Tierra; sus edificaciones, sus habitantes y, por supuesto, sus textiles y vestidos también desconocidos. De cierta forma, cada grano de tiza era un mundo muy distinto al de al lado. Por cada trazo, más de mil partículas de polvo, casi imperceptible, se desprendían del minúsculo gis y así hasta agotarse entre las yemas de los dedos de la maestra.

Me parecía inaudito cómo las palabras escritas podían materializarse en el habla, las letras formaban conjunciones en el exterior, modificaban la realidad. Me impresionaba cómo un cúmulo de letras juntas ofrecían una descripción del mundo, cómo las palabras que contenían los libros en la biblioteca de mi abuelo ya estaban en el diccionario. Así fue como yo conocí las letras.

Empecé a escribir cuando cursaba la primaria; como te decía, era lo más cercano a un diario. Mi espíritu requería encontrar sosiego y, de alguna manera, impulsivamente, como si un rayo me cayera del cielo, comencé a escribir sin parar. Escribía quizá mis pensamientos, mis congojas, mis angustias.

A la larga, en la secundaria comencé a convertir mis pensamientos en versos. Hasta los quince años, tal vez, fue que empecé a experimentar escribiendo mis propios versos basados en la incomprensión de mí misma. Pocos años después, me fui adentrando en otros géneros, comenzando por el cuento, al que hoy en día recurro bastante, junto con la poesía y el columnismo. Son los géneros que más escribo.

Mi primer cuento, o uno de los primeros, lo escribí en la adolescencia desde la voz de mi recién difunta tía Ofelia: una mujer se despedía, a través de una carta, de su hermana entristecida, decaída. Le decía adiós por escrito porque no pudo verla por última vez antes de partir. Así que este cuento se lo di a leer a mi abuela Ewa, quien era en realidad la hermana entristecida que no pudo ver a mi tía porque se encontraba hospitalizada por alguna caída que sufrió. Le di mi cuento, o carta, tan pronto como lo consideré oportuno, cuando salió del decaimiento ocasionado por la caída y la subsecuente hospitalización. Así fue como Ewita supo del fallecimiento de su hermana Ofelia. Lloró una tormenta de recuerdos y dolor.

J: Interesante acercamiento a la literatura. Y muy unido a una especie de introspección… Mencionó que en los inicios de su escritura había una incomprensión de sí misma, ¿qué incomprensión era ésa?

C: Te voy a responder con un poema intitulado Pecaminoso inframundo:

El ovalado espejo

me reprende fulminante señalando

mi fronterizo

y perpetuo cuerpo de hombre. Desde el día en que nací,

desde antes,

ya estaba condenada a ser hija del pecado, por el pecado alimentada.

Lloré largos días traducidos en años; vueltas trizas,

martillando el suelo, estas lágrimas

de fuego,

mis lágrimas de cuarzo, abrieron en el piso dos puertas con peldaños

hacia el oscuro y desconocido inframundo.

Descendí

temerosa de atravesar,

temerosa del duelo y del migrante viaje sin retorno,

sin saber que adentro encontraría un galáctico anfiteatro

en el que desnuda ahora bailo

entre fulgores de rayos lunares, entre pléyades estelares

cincelando los contornos

de mi selvático y fértil cuerpo, acariciando con tenues luces

mi femenina silueta de alamares.

Mi vida como mujer, como pájaro migrante, como ente volátil, errante y amorfo, comienza desde mi primer recuerdo de infancia, con unas botas negras de mi madre, de las cuales fui abruptamente desprendida para que mis pies fueran revestidos con los zapatos de mi padre, que me acompañarían por el resto de mis primeros años; asidos a mí como parte de mi piel a la que le agarré un indecible repudio por atraer como imán las desgracias de mi porvenir.

Cada acción estaba determinada por mi cuerpo y no por mi pensamiento, como si no fuera una persona racional, como si actuara ciega y estúpidamente con base en lo que tuviera o dejara de tener en la entrepierna. Me encontraba encarcelada, encadenada a mi viril destino. No sabía ni caminar siquiera, pero tenía la plena convicción de que, cuando caminara, caminaría sobre los tacones Luis XV de mi madre. Escucha con atención el soneto que estoy por recitar, se titula Aquel día mi sueño habrá encarnado:

Mi acelerado corazón palpita al pensar en aquel día eterno

en que abandone mi alma sus infiernos; celda martirizante, muerte en vida.

—sostenidos mis pies por zapatillas de cristal, ataviado mi cuerpo

por un vestido ampón color del cielo y corona de puntas infinitas

con diamantes, zafiros y esmeraldas—. A la sombra de mi dulce pasado,

a la luz de mis piedras biseladas,

aquel día mi sueño habrá encarnado, en collar de memorias consteladas suspendido en mi cuello liberado.

Pásame la cigarrera, querido, por favor.

La señorita Cayetana abre su cigarrera de plata con arabescos grabados y extrae un alargado cigarrillo blanco que, tras ser encendido, coloca con cuidado en su boquilla de carey, dejando caer su mano como hoja de otoño sobre sus piernas cruzadas, envueltas por medias de seda, indudables medias de mujer de mundo: transparencias de un rojo muy oscuro, casi violeta, como sus labios, abastecidos de oscuridad, que dejan asomar un humo ondulante elevándose en espiral, hasta desaparecer por los altos de la sala.

*Fragmento del libro Tapizado corazón de orquídeas negras (Tusquets), © 2022, Évolet Aceves. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Évolet Aceves escribe poesía, cuento, novela, ensayo, crónica y entrevistas a personajes del mundo cultural. Además de escritora, es psicóloga, periodista cultural y fotógrafa. Estudió en México y Polonia. Autora de Tapizado corazón de orquídeas negras (Tusquets, 2023), forma parte de la antología Monstrua (UNAM, 2022). Desde 2022 escribe su columna Jardín de Espejos en Pie de Página. Ha colaborado en revistas, semanarios y suplementos culturales, como: Pie de Página, Nexos, Replicante, La Lengua de Sor Juana, Praxis, El Cultural (La Razón), Este País, entre otros. Fue galardonada en el Certamen de ensayo Jesús Reyes Heroles (Universidad Veracruzana y Revista Praxis, 2021). Ha realizado dos exposiciones fotográficas individuales. Trabajó en Capgemini, Amazon y Microsoft. Actualmente estudia un posgrado en la Universidad de Nuevo México (Albuquerque, Estados Unidos), donde radica. Esteta y transfeminista.