Mirar de frente: historias, instantes y decisiones

21 enero, 2023

La mañana del primero de enero de 1994 Antonio Turok disparó su cámara para capturar la imagen de un hombre que le apuntaba con un arma. A unas cuadras de ahí, pero 28 años después, ya entrada la noche del 20 de febrero de 2022, Ana Paula Ruíz disparó su cámara para capturar la imagen de un hombre que le apuntaba con un arma. ¿Qué pasó entre una foto y otra?

Por Leonardo Toledo

Twitter @Leonardotoledo.

I. Alzados

En San Cristóbal de Las Casas a las personas altaneras y jactanciosas (a los que se creen mucho, pues) les decimos “alzados”.

—¿Te cae bien ese fotógrafo?

—No, cómo vas a creer, es muy alzado.

La expresión se usa desde mucho antes del levantamiento zapatista de 1994. Es, creo, una reminiscencia de aquellas otras rebeliones de los pueblos originarios vecinos, cuyos episodios se contaban de generación en generación. Porque cada generación tiene su episodio de revuelta indígena: los que se negaron a pagar al encomendero; los que quisieron fundar su propia iglesia; los que querían independencia; los que reclamaban las tierras que les otorgó el rey de España; los que se unieron a la revolución; los que se unieron a la contrarrevolución; los que se negaron a reconocer la nueva capital del estado; los que expulsaron a los caxlanes de sus tierras; los que recuperaron las tierras de sus antepasados; los que tomaron nuevas tierras… y en cada una de esas ocasiones se alzaron en armas y se corría el rumor por las calles de San Cristóbal: “Ahí vienen los alzados”.

Así, al paso del tiempo, si miras a los ojos a tu interlocutor, si “respondes” (ya saben, ser respondón, contraargumentar cuando tu madre u otra autoridad te regaña), si te niegas a obedecer al profesor, entonces te estás comportando como esos alzados, eres un alzado.

Supongo que hubo un tiempo en que la acusación de “alzado” por mirar de frente o no bajarte de la banqueta se castigaba duramente. Bastaba que alguien dijera “¡Ese es un alzado!” para que llegaran los guardias y te llevaran al torreón, a la cárcel. A otros ya nomás nos tocó que la maestra de 4º grado nos diera más cintarazos que a los demás jóvenes rebeldes.

—A tí te tocan tres más

—Pero maestra, ¿por qué?

—¡Por alzado!

Pienso en ese mirar de frente y en esa acción de no bajarse de la banqueta cuando veo la foto titulada “EZLN” de Antonio Turok, tomada en (alerta de cliché narrativo) las primeras horas del primero de enero de 1994. Un grupo de milicianos del —hasta ese momento desconocido— Ejército Zapatista de Liberación Nacional recorre la calle Hidalgo, en el centro de la ciudad de San Cristóbal. Hace ya varias horas que tomaron la ciudad y están apostados en el parque central y en el palacio municipal (a unos veinte metros de donde se tomó la foto). Probablemente el grupo que se ve en la foto fue el encargado de expropiar la principal farmacia del pueblo, la Bios, que se encuentra en la esquina derecha al fondo de la imagen, y van de regreso al palacio municipal.

Vista a la distancia llama la atención que ninguno de los milicianos llevaba puesto pasamontañas, que usaron en la madrugada porque en esas fechas suele hacer un chingo de frío en estas tierras. Todavía faltaba para que el rostro cubierto se convirtiera en parte del uniforme reglamentario, luego del impacto mediático que provocó la imagen del finado Subcomandante Marcos y sus emotivos comunicados.

Pero lo más impactante de la foto es que el miliciano que aparece en primer plano está apuntando su arma a la cabeza del fotógrafo. No hay un asomo de burla o de juego en su mirada, su gesto es serio, adusto, frío. Se planta frente al gringo (“gringo” es un calificativo que se aplica a todos los güeros, sin excepción) que le apunta con su cámara, que —probablemente, solo probablemente— todavía carga con la fiesta de la noche anterior, que dispara a discreción como si cargara muchos rollos en la bolsa. Ese aparato que se roba las almas y congela el tiempo está frente a él, y decide levantar el arma y apuntar. Es un segundo, ese famoso instante, cuando el fotógrafo decide disparar y el soldado decide no hacerlo. Dos decisiones en un instante.

Casi treinta años después de ese momento todavía me detengo a especular qué habría pasado (en términos de impacto mediático) si ese miliciano hubiera decidido disparar su arma o si el fotógrafo hubiera decidido no disparar su cámara. Porque la imagen se fue a las portadas de los periódicos, todo el mundo pudo ver a una persona que veía de frente, que no solo no se bajaba de la banqueta sino que te apuntaba a la cabeza y te decía “aquí estamos”. La imagen de un “indio alzado” (así se dice, ma, o bueno, así se decía) que marcó al movimiento zapatista y a toda una generación que les conoció primero por esa foto y luego por muchas otras que se tomaron en días y años subsecuentes.

La foto original que tomó Antonio Turok el primero de enero de 1994 sin retoque con photoshop, donde originalmente aparece el fotógrafo Paul Stahl detrás del miliciano zapatista.

II. De la imagen fotoperiodística al Photoshop de albúmina

En el pueblo se cuentan muchas historias de ese día, de la fiesta de la noche anterior de la que salieron “en vivo” varios de los que hicieron las fotos y entrevistas “históricas”, del momento en que el Sub Marcos le habló por su nombre al Turok, del otro fotógrafo —en ese entonces con cierto reconocimiento— al que fueron a buscar sus colegas en la madrugada y les cerró la puerta diciendo “ese no es mi tema”, pero tampoco se trata de aburrir a la concurrencia con el anecdotario local. Re-enfoco:

Quiero hacer énfasis en las condiciones para hacer foto en esos tiempos, ya saben, contrastar con la situación actual en que sacas tu teléfono, tomas la foto y la mandas al mundo en menos de un minuto. En 1994 en San Cristóbal de Las Casas muy pocas personas tenían las condiciones para tener una cámara, y de esas pocas, solamente cuatro (hasta donde sé) salieron ese día a tomar fotos de los zapatistas: Antonio Turok, José Ángel Rodríguez, David Rosales y Paul Stahl (de este último nunca he podido ver las fotos que hizo). Las imágenes de los dos primeros se publicaron en La Jornada y en otros medios.

Había que mandarlas rápido, así que no tuvieron chance de pasar horas revelando en su laboratorio como es debido, sino que las llevaron a un establecimiento comercial mientras regresaban a hacer más y luego de algunas horas fueron por ellas, las seleccionaron, las empaquetaron y las mandaron a la capital (por correo postal, quizá). Es quizá por ello que la primera versión de la fotografía en cuestión apareció con el fondo bastante “quemado” o sobreexpuesto. Esa versión es la que se publica en prensa, la que da la vuelta al mundo.

Más adelante, ya con más calma, se hicieron nuevas versiones, con mejor contraste, palomeadas y esas cosas mágicas que hacían los impresores. Unos años después apareció el Photoshop y el fotógrafo decidió volver a imprimir, aprovechó las ventajas del nuevo software para mejorarla, hizo aparecer detalles en los muros, las antenas del edificio de Telmex y el emblemático Arco del Carmen (también subexpuso el letrero del restaurante La Galería, hasta casi borrarlo, donde por cierto hizo sus primeras exposiciones). Pero tomó otra decisión autoral un tanto más compleja: borró a una persona que aparecía detrás de su figura principal. Se trataba del fotógrafo Paul Stahl, enfundado en su chamarra de piel negra y mostrando toda su piel blanca y su cabello claro. Su presencia “ensuciaba” la imagen, era un disturbio indeseable, un güero vestido de rebelde ochentero a la mitad del contingente de indígenas rebeldes de la nueva era.

En ese momento pocos notaron la alteración de la foto original, Antonio se había convertido en un maestro del retoque digital y logró borrar al güero totalmente. Suelo decir que esas primeras versiones eran la albumina del Photoshop, en referencia a esos primeros procedimientos fotográficos que se usaban a finales del siglo XIX (cien años antes) inventado por el francés Blanquard-Evrard a partir de clara de huevo, que producía copias positivas de muy buen ver pero que al paso de los años se arrugaban y desgastaban, se oxidaban o se desvanecían. Así esos primeros ensayos de retoque con Photoshop al paso de los años se van notando más y más, se van haciendo evidentes, y ahora es imposible no notar esa mancha disforme encima del hombro derecho del miliciano que apunta su rifle.

Más allá de las traiciones de la obsolescencia tecnológica, creo que es importante resaltar que se trató de una decisión de autor, para copias impresas destinadas a ser publicadas en libros o ser expuestas en museos, no para concursar en el World Press Photo o en la bienal de fotoperiodismo de México (ups, creo que no se habla de ese tema, perdón). Sostengo que la función informativa de esa imagen había sido cumplida años atrás, y que modificarla no rompe ningún deber deontológico del fotoperiodismo, porque la foto publicada en prensa permanece inalterable y esta nueva versión ya se encuentra en el ámbito de la creación artística. Es como si un escritor hubiese publicado la crónica del alzamiento y años después escribe un cuento basado en la misma experiencia. Es una transgresión permitida por las reglas no escritas del arte contemporáneo, no una fake new.

Va otra anécdota: hace algunos años “alguien” publicó en el Facebook sancristobalense, a modo de cotilleo, la hipótesis de que la fotografía no había sido tomada por Turok sino por alguien más, basado en que justamente detrás del miliciano aparecía un fotógrafo güero (y Antonio era el único fotógrafo con esas características físicas en ese momento en el pueblo). Luego de algo de revuelo y chismorreo la hipótesis fue desmentida con la aclaración de que se trataba de Paul Stahl (que vivía en Tuxtla y que ese día había viajado a San Cristóbal). Lo traigo a colación porque hace unos días, a propósito de sus 29 años, compartí la foto en Twitter y alguien me replicó que se sabía que esa foto no la había tomado Turok, sino que el verdadero autor era Stahl. Cosas que provoca andar trolleando en las redes.

Versión de la foto de Antonio Turok, con retoque digital, donde se borró al fotógrafo Paul Stahl detrás del miliciano zapatista.

III. Instantes y contrastes

El alzamiento del EZLN, no tengo ninguna duda, transformó el mundo. El lugar que ocupan los pueblos originarios en el mundo contemporáneo, su palabra, su presencia, no se puede explicar si se pasa por alto lo que se hizo, se dijo y se vio en esos años. También movió muchas cosas (ideas, liderazgos, métodos) en las izquierdas del mundo y en las de México. Transformó al estado de Chiapas de tantas formas que aún hoy no se alcanza a ver con claridad el tamaño del cambio, y no necesariamente en sentido positivo en muchas regiones (sobre todo en aquellas donde la influencia del EZLN no logró afianzarse). La ciudad de San Cristóbal también se transformó, su fisonomía, sus costumbres, su población toda.

Por ejemplo, la calle que aparece en la fotografía de Turok el día de hoy es una cantina al aire libre, donde turistas de todo el mundo (pero sobre todo de Tuxtla) se juntan por las noches de los fines de semana a beber y a escuchar música de todo tipo, desde baladas románticas con guitarra hasta reggaetón estridente (no es crítica al reggaetón, sino al volumen). Circulan los rumores de bebidas alteradas, de consumos diversos, de agresiones sexuales, en fin, un monumento vivo al capitalismo depredador. Lo único que permanece en esa cuadra es la farmacia Bios, resistiendo a los embates de las grandes cadenas.

Al día de hoy en la ciudad hay casi la misma cantidad de cámaras fotográficas que de armas de fuego. Casi nadie habla de zapatismo pero hay muchos alzados (en el sentido mamonesco del término) que pasean en sus autos de lujo con vidrios polarizados.

Hace ya casi un año, la noche del 20 de febrero de 2022, a unas cinco cuadras de donde 28 años antes Turok decidió tomar la foto de un hombre que le apuntaba con un arma de fuego, Ana Paula Ruíz de los Santos salió de su trabajo y se encontró con un hombre que se estaba robando su motocicleta, Paula sacó su teléfono y decidió tomar la foto de un hombre que le apuntaba con un arma de fuego. Inmediatamente después de tomar la foto, el hombre le disparó y la asesinó. No hay símil, no hay metáfora, no hay moraleja. Son dos fotos de instantes similares en casi el mismo lugar que cuentan historias muy distintas.

La última foto que tomó Ana Paula Ruíz, para capturar la imagen de un hombre que le apuntaba con un arma.

*Leonardo Toledo Garibaldi creció en un ejido de Los Altos de Chiapas y estudió en la E.S.T. Nº 1 “General Lázaro Cárdenas del Río”. No sabe si es comunicólogo o antropólogo o fotógrafo o editor o qué. Fue fundador del Colectivo Tragameluz, director de la galería Casalia y socio del espacio fotográfico Canthil4. Es colaborador de Chiapas Paralelo y participa en el Consejo del proyecto “Bat’si Lab, fotografía y comunidad”.

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