El río de mi memoria

9 julio, 2023

¿Qué nos puede decir un río de la historia del capitalismo, las violencias y la lucha de las especies por sobrevivir a la extinción? A través de los relatos de su abuelo, los recuerdos personales, los saberes científicos e indígenas y una travesía por su cauce, Ginna Morelo construye un relato coral sobre el río Sinú, uno de los más importantes de América Latina

Texto: Ginna Morelo / Revista Anfibia

Ilustración: Juliana Guglielmi

Fotografías: Diego Pérez / EntreRiosMuseo

Parte 1

La canoa se acercó lenta hasta el bordillo de cemento. Apenas si removía las aguas color café con leche. 

—No le tengas miedo al río, sus aguas son mansas —me dijo Esteban, el abuelo liberal que me enseñó a querer el Sinú antes de que empezaran a matarlo. Yo tenía 12. Me apoyé en su brazo para salir de la embarcación que él había construido. A tres pasos se abría en dos la puerta de madera de la gran casa paterna. Olía a pescado en viuda y a tierra mojada. 

Un día, muchos años después, cuando ya casi olvidaba ese recuerdo, soñé con la promesa que le hice a Esteban.

—Voy a escuchar al río y a escribir su historia, abuelo —le dije al cuerpo acomodado en un ataúd.

Cuando cumplí 21 volví al río Sinú en Montería. Con ojos de incomodidad miré sus aguas cansadas y a los planchoneros esquivando las riberas llenas de basura. Buscaban un lugar limpio para atracar sus barcazas de madera con techos de zinc. Buscaban un lugar que no fuera la cloaca de los humanos sin casa.

Traté de recordar las lecturas sobre los barcos de vapor que trajeron a mi pueblo telas, café, loza china y otras mercancías. 

Como periodista acabé cubriendo el desplazamiento forzado de comunidades y el conflicto por la construcción de una hidroeléctrica en pleno corazón del río. 

Bajando desde el Alto Sinú hasta Montería me cuentan que oyeron las voces de unos indígenas que solo había visto en fotografías y que dejaron salir un lamento en contra del desarrollismo: Do Wabura, despedida al río, decían. Era noviembre de 1994.

El adiós bajó en balsas de madera con niños y mujeres semidesnudas cocinando en fogones de leña. Los hombres de cabellos lisos recortados en forma de totuma vestían una tristeza que hacía escurrir las líneas pintadas en sus caras con raíz de genipa, tinta vegetal con la que los embera katíos se hacen en el cuerpo dibujos ancestrales.

No escuchamos, sin embargo, el lamento que navegó desde Tierralta hasta Santa Bernardo del Viento, donde desemboca el río. No, no lo escuchamos.

Años después, en 2008, fui a recorrer el Sinú con un biólogo. Me empecinaba en buscar la raíz de sus males. Había madera desperdigada en las orillas. En lo alto de las lomas el verde desaparecía y la corriente de otro río, el Manso, le tributaba al Sinú químicos usados por los carteles del narco para procesar la pasta de coca.

En el puerto de Crucito nos recibió una leyenda de letras negras sobre una pared de bahareque: AGC [Autodefensas Gaitanistas de Córdoba], los paramilitares, los ejércitos de derecha.

Se me hicieron menos posibles las historias memoriosas del abuelo, quien me contó que en el Alto Sinú los árboles de las orillas tocaban las nubes y en verano los bocachicos saltaban a las manos de los pescadores sin necesidad de atarrayas. En el recuerdo, su relato se fue diluyendo rápido, como la pálida neblina que cubre en la madrugada al valle del Sinú. 

***

Soy agua sinuosa sobre la que se ha escrito la belleza y el horror. Hilo parduzco que sin tregua serpentea 415 kilómetros de territorio caribe. En la cumbre de un mundo de ponchos el páramo derrama transparencia. Mis riberas se visten de helechos gigantescos verde selva, de cedros paridos de flores caoba, de cauchos sabaneros con frutos rojizos y bongas con raíces milenarias que sirven de recibidor en las casas indígenas de patas largas. 

Los motores que se abren paso entre mis aguas llegan cansados al nacimiento. Los indígenas, investigadores y científicos que pisaron mis orillas se sintieron dueños de la historia, la tradujeron en diarios que escondieron en baúles cubiertos de polvo.

El embera “Punta de lanza” Kimy Pernía escribió sobre la defensa de mi riqueza. 

Kimy Pernía me llamaba Keradó, padre del agua. En lengua embera contó las historias de los primeros pobladores que llegaron hasta mis orillas: Marcidiano Chamicí, Mecho Chamicí, Manuelón Domicó Chavarrí y su mujer María Pernía. 

Cuando Kapuniá, el hombre blanco, le enseñó nuevas letras que se ordenan de formas distintas, Kimy partió de su hogar, Beguidó, donde el águila harpía lo cuidaba. Bajó a Tierralta a comprar los cuadernos en los que consignó en español los pensamientos furiosos contra quienes querían devorar mi caudal y territorio, que es el hogar de su familia.

—Compañero indígena Nose teme por que bas a perder la tierra. alcontrario donde viven es de usted. Nadies puede quitar las tierras… Viva la paz, viva la comunidad indígena —escribió Kimy en un diario inédito que guardó su pariente Jacinto Domicó.

El líder embera fue desaparecido el 2 de junio de 2001. La etnia no entiende lo que sucedió. En lengua embera el vocablo “desaparición” no existe.

Luis Carlos Raciny, profesor expedicionario que en lancha y a lomo de mula se atrevió a buscarme junto con otros tres investigadores durante veinticinco días, en 1993, subió hasta mi nacimiento a tres mil metros sobre el nivel del mar para constatar el estrecho valle y lecho rocoso de donde fluyen mis aguas que van a dar al mar Caribe.  

Comenzó el recorrido por lo que fue una colonia penal, Antadó, fundada en 1922. En ese lugar el viento azota la montaña y sus bramidos son el recuerdo de los trabajos forzados a que fueron obligados los hombres rompiendo monte, abriendo trochas. 

El profesor caminó entre bosques de niebla y quebradas de aguas cristalinas. Quiso subir por el tramo Río Leones – La Danta – La Gloria, pero la lluvia desapareció los caminos. Describió los contrastes de la vida y la muerte que me recorren, al toparse con los vestigios de las investigaciones geológicas de la hidroeléctrica Urrá II, por ahora suspendidos. 

Raciny le dedicó el libro Estudio expedicionario de reconocimiento por el río Sinú al campesino de los Llanos del Tigre, Adolfo Serna Usta, quien desapareció después de guiar la expedición. 

Parte 2

—Cuál es la fruta de aquí de la finca que más te gusta, Ginna —me preguntó el abuelo. 

—Níspero —le dije. 

Marrón por fuera, pulposa y beige por dentro, es una fruta llena de semillas negras alargadas y olor dulzón. 

—Será el olor del Sinú que guardarás en tu memoria —me respondió.

Tres veces al año el olor del Sinú viajaba desde el puerto del corregimiento Mateo Gómez, en el Sinú Medio, a mi casa en Montería en la mochila de tela del abuelo. A su figura alta, detenida en la puerta de entrada, vestida de pantalón caqui, camisa blanca de manga larga y sombrero vueltiao, la precedía el olor penetrante y dulzón del río que desde entonces recuerdo.

Los regalos del abuelo, frutos, lo sembraron sus manos de campesino; las mecedoras mariapalito las elaboraron sus manos de ebanista. La carpintería la aprendió de Leonidas, hermano de su padre biológico. Fue lo único que heredó de la oligarca familia Padrón. 

La historia es triste. Aurora Morelo, Lola, era una mulata espigada, de cabello crespo, labios carnosos y ojos aceituna, que trabajaba como servidumbre en la casa de Félix Padrón. 

El amor clandestino creció como enredadera de tallos largos y hojas acorazadas y parió flores campanudas, moradas. Cuando el patrón de la casa supo que estaba embarazada la echó y le negó el apellido al niño. Lola bautizó a Esteban con el suyo, no miró hacia atrás y se quedó a vivir en una casa humilde en Mateo Gómez. Nunca se asumió víctima. La bisabuela Lola no pensaba en términos de patriarcado y pobreza.

Tiempo después arribó en una embarcación por el caño Bugre, afluente del río Sinú, un hombre rubio y blanco, un “mono colorao”, como lo llamaron en el puerto. El hombre, de apellido Triana, enamoró a Lola. Tuvieron tres hijos varones: Ramón, Cristóbal y César, y dos mujeres, Argénida y Manuela. 

Los hermanos menores de Esteban siguieron los pasos del navegante y se fueron a vivir río arriba, al municipio de Tierralta. Recorrieron el cerro Murrucucú y los cauces de los ríos Manso, Tigre, Esmeralda y Verde, para talar madera que bajaban en forma de barcazas por el Sinú hasta Montería. 

El abuelo Esteban, como podía, les compraba los troncos enormes de cedro, roble, caoba y, el que más le gustaba, abarco amarillo, con los que construía las carrocerías de los buses de colores que recorrían los caminos de Córdoba, canoas y maripalitos. 

Los viajes de ida y vuelta de los Triana dibujaron en la memoria de Esteban las riquezas del Paramillo, donde nace el río Sinú, el hogar de la danta, el mayor mamífero terrestre de Sudamérica que puede medir hasta 2,5 metros de largo y pesar trescientos kilogramos.

El abuelo me contó historias sobre el “burro del agua”, como llamaban a la danta de piel grisácea y orejas pardas con puntas blancas; y sobre otros animales como el puma, babillas y caimanes, que poco a poco fueron desapareciendo por la caza indiscriminada y la irrupción violenta de las guerrillas liberales, el Ejército y los paramilitares.

Las huellas de la violencia borraban la sonrisa de Esteban. El contador de historias del río también la había sufrido cuando se hizo inspector del pueblo donde creció y a donde también llegó la derecha conservadora a perseguir a los liberales. 

—Cuando tengas edad te contaré esa historia —solía decirme en los viajes por canoa para atravesar de la margen derecha del caño Bugre, hasta donde llegaba la motocicleta Yamaha de mi padre, a la izquierda, donde estaba la pequeña finca.

Se animó a desenredar un poco esa madeja cuando cumplí 16 y fui a despedirme para emprender mis estudios de periodismo en Barranquilla, pero el tiempo no fue suficiente. La próxima vez que lo vi estaba muerto.

***

Soy ríotorio [territorio] en disputa. Algunos de los primeros hombres que llegaron en la segunda mitad del siglo XIX a la parte alta de mi cuenca fueron Pedro Hernández, Jorge Isaac, Rosalía López y otro expedicionario de quien se desconoce su nombre. Me navegaron desde la bahía de Cispatá, en el mar Caribe, en una canoa de madera, desafiando la corriente hasta llegar a las planicies del Manso. Se dedicaron a la recolección de frutos. Con el paso de los años fueron llegando otros colonos que se asentaron en mi selva misteriosa, en el Paramillo, cuya descripción detallada no figura en los libros escolares de geografía. Es probablemente una de las áreas menos conocidas de Colombia, una de las menos estudiadas y con conflictos prolongados por años, al decir de los científicos. [Biodiversidad asociada a los sectores Manso y Tigre del Parque Nacional Natural Paramillo (2016).

En la década de los sesenta algunos colonos cazaron jaguares, tigrillos, nutrias, guachos, caimanes y otras especies que vendieron en el mercado. Descubrieron la planta ipecacuana y comercializaron su raíz. Lo mismo hicieron con el aceite de canime [antiinflamatorio y antibacteriano] y el látex de los árboles de caucho [con el que se hacen curitas y guantes] y el del níspero [que se usó para las gomas de mascar]. 

No tardarían en llegar los violentos, que sembraron coca en mis riberas y montañas y rompieron selva húmeda y páramo hasta establecer las rutas de comercialización de la droga. Y la ingeniería sueca traída por el gobierno colombiano cambió el curso de mis aguas para construir una represa, Urrá I. Para ello violentaron bosques de treinta metros de altura que juntan una variedad de árboles con nombres sonoros y bonitos: ají, caimo, cagüi, canime, bolao, chingalé, chitú, dormilón, cebollón amarillo, espermo, granadillo, guaimaro, guarumo, nazareno y camajón. 

En los bosques que sobreviven todavía anidan pájaros coloridos como el martín pescador, que cuando se reproduce hace una llamada aguda y chirriante. La guacharaca, que anuncia la lluvia. Por las tardes se escucha el uit-uit del pico curvo cavando la tierra y revolviendo las hojas caídas. En lo alto de mi nacimiento el águila harpía gime. Su canto es dolor por lo que me han hecho.

El profesor de la Universidad de Cordoba, Alberto Alzate Patiño me recorrió y escribió lo que sucedería si se construía la hidroeléctrica. En 286 páginas describió con técnica y maestría lo que yo represento para esta tierra y lo que estaba en juego con mi represamiento. Se refirió a la desecación de las ciénagas, a la disminución del pez bocachico en perjuicio de los pescadores y a la descomposición cultural de los indígenas. El 11 de julio de 1996 el profesor fue asesinado en su casa. Veintisiete años después el paramilitar Salvatore Mancuso, preso en una cárcel en Georgia, Estados Unidos, confesó en audiencia pública ante la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) la responsabilidad en el crimen. El daño a mi cuenca avanza sin control.

Parte 3

Abuelo, he andado el río Sinú, sus planicies, bosques y valle habitado por los embera katíos confinados en seis resguardos y por las familias campesinas desperdigadas en diferentes puntos de la reserva. 

Me encontré con los cocaleros y raspachines comprando gasolina en el puerto de Frasquillo, donde embarqué una canoa como las que tú hacías en Mateo Gómez. Viajé con Martha Domicó, la hija de Kimy, una embera chiquitita, melancólica como yo, hasta el resguardo de Beguidó. 

En el rancho de Jacinto Domicó y Lucianita, en lo alto de una bonga, los familiares de Martha me ofrecieron café colao y me enseñaron el diario de Kimy. Me insistieron en que buscara por cielo y tierra a un profesor de apellido Ballesteros. 

Martha me contó que por fin puede llevar flores al sitio donde los paramilitares mataron y arrojaron a su padre “Punta de lanza”. Mancuso le confesó a ella que el líder de su pueblo fue arrojado al río Sinú, en Callejas, Tierralta y que fue un crimen de Estado. ¿Cuál Estado?, me pregunto todo el tiempo.

Por más bello que sea el territorio que custodian los embera katíos, por más defensa del árbol Jenené, “la guerra la ganaron quienes impusieron el miedo”, me dijo Martha con la mirada fija en el raudal del Sinú que forma remolinos que combinan con el ulular de un viento furioso. 

Encontré al profesor Gustavo Ballesteros muy lejos del Sinú, en Altamirano, estado de Guerrero, México. Un par de conversaciones telefónicas me ayudaron a confirmar que era un amante de las plantas y de la naturaleza que recorrió varias veces el río e hizo suya la causa embera y también la zenú, las dos etnias de Córdoba, la tierra donde nacimos todos. 

Vía celular me detalló la historia por la que no vivía en la región que lo parió. 

Un día, al despertar a las 4:50 de la madrugada con el sonido continuado y melodioso de los pájaros cucaracheros, se puso en pie, le quitó la tranca a la ventana del pequeño cuarto y asomó la cabeza mientras desentumecía el cuerpo.

—Comencemos el día con un café dulce —cuenta que le dijo a la mujer que le daba posada a él y a otros profesores de la Universidad de Córdoba. Estaban haciendo trabajo comunitario con los indígenas zenú.

Caminó sin prisa hacia el rancho de palma donde comenzaría la reunión. 

—Buenos días, compañeros. Cómo me alegra que comencemos temprano. Así nos va a rendir el día —les dijo Ballesteros a todos mientras repartía las fotocopias con las explicaciones técnicas de la siembra de la caña flecha. 

El profesor se había propuesto mejorar la productividad de las plantaciones de donde se extrae la fibra con la que se fabrica el sombrero vueltiao, artesanía símbolo nacional de Colombia, que le da de comer a miles familias zenúes de la región conocida como Sinú Medio.

Entre la enramada y el pasto, Ballesteros escuchó pisadas de pelotón. Se levantó del taburete de cuero y salió al encuentro de los hombres que portaban uniformes militares desgastados y usaban botas de caucho. Le entregaron un papel que decía:  “Son declarados objetivos militares los profesores comunistas de la Universidad de Córdoba si siguen aleccionando a las comunidades”.

—Me llevé las manos a la cabeza mientras miraba a mis compañeros, a los indígenas, a la mujer que nos atendía y que se quedó inmóvil ante la escena, con el azafate sobre sus manos lleno de cafés servidos en vasos desechables.

El profesor investigaba desde la etnobotánica la relación que existe entre las plantas y los seres humanos. Hurgó desde la filogeografía sobre los árboles endémicos y soñó con construir un jardín botánico, el primero de la región del Sinú.

Su pasión arrastró a estudiantes de ingeniería agronómica y a docentes de su universidad para enseñarles a indígenas y colonos la importancia de la conservación, por eso lo respetaban en demasía, me contaron varios de sus estudiantes de la Universidad de Córdoba, hoy profesionales.

No se doblegó ante los intereses de los políticos de la época, pero sí lo hizo ante los miedos que le sembraron en el cuerpo los grupos de derecha. Antes de autoexiliarse en México comenzó a poblar una parcela en el municipio de San Carlos con las plantas nativas del Sinú. En Guerrero sí pudo hacer un jardín botánico. Ballesteros murió en México en marzo del 2021 y gran parte de sus cenizas reposan en su parcela de San Carlos y una pequeña parte en el jardín botánico de Altamirano. Encima de ellas sus colegas plantaron un árbol frutal de la zona, que hace parte de las plantas que él estudiaba.  “Mi padre era un hombre místico”, me dijo amorosamente su hija Nayarit en Ciudad de México, en marzo del 2023, hasta donde fui a conocerla. 

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En el afán por saber más del río, abuelo, me fui a buscar al descendiente de los Hernández, los primeros colonos que llegaron al Manso. Conocí a Pedro Hernández, técnico agroforestal que vive en Tierralta y quien me compartió las memorias escritas sobre sus antepasados. Su brazo y pierna izquierda están inmóviles. Un accidente cerebrovascular del que se recupera lentamente lo condena por ahora a mirar el río a través del computador, el río que fue su casa y también cementerio de algunos de sus familiares. En mayo de 2001, en diferentes masacres, doce parientes fueron asesinados por los frentes 18 y 53 de la guerrilla de las Farc y sus cuerpos arrojados al Sinú.

El silencio de Pedro sobre esos hechos es la marca que heredó de la tragedia. Para sanarse, en su momento, se dedicó a recorrer el río con ojos de esperanza, a escribir sobre sus especies de flora y fauna, a tocar puertas hasta que lo emplearon en Parques Naturales. 

Te hablo, abuelo, a orillas del Sinú, donde siempre vivirá tu recuerdo.

***

Me volví expedicionario

por el río Sinú y su valle

para observar en detalle 

el daño que se hace a diario.

Allá un canal solitario

en ruina quieto y vacío

lo que antes fuera el río

más rico y caudaloso

hoy es un largo pozo

contaminado y sin brío.  

Cual serpiente por su porte

arisco, fuerte y cerrero

solía tomar el sendero 

de sur con destino al norte. 

Brioso cual un resorte 

saltaba de Paramillo 

para ofrecerle su brillo

a todo lo que encontraba

y así cansado llegaba

al golfo de Morrosquillo.

Desde el siglo XVII

empezó el hombre blanco

a subir por su barranco

a puya y a canalete.

Trajo el hacha y el machete

la escopeta y la candela

al fundar su ciudadela 

empezó con tanta audacia

a sembrar esta desgracia 

que produjo la secuela.

Mientras todo se consumía

en este valle pujante

fue llegando el comerciante 

necesitando energía.

Entonces se le abrió vía

a una gran maquinaria

la empresa más millonaria

se trasladó a la angostura

donde empezó la amargura

que no frenó mi plegaria. 

Soy el río Sinú que inspiró al poeta de Callejas, Pedro Nel Rodríguez, a cantarle a mis aguas. Compuso la décima: cada estrofa tiene diez versos octosílabos en los que resumió la belleza y el horror. 

Cuando canta, su voz escapa como torrente, me describe como corriente imparable que con el tiempo se ha ido convirtiendo en un viejo canal. 

Sin embargo, en lo alto me resisto. Allá donde hago parte de una estrella hidrográfica nace mi hermano el río San Jorge. Entre mis otros hermanos, los ríos Manso y Tigre, palpitan 250 especies diferentes de plantas, siete de ellas en riesgo de desaparecer, 45 especies de peces y por lo menos 230 de aves, escriben los científicos en el libro Biodiversidad asociada a los sectores Manso y Tigre del Parque Nacional Natural Paramillo (2016). Somos un gran reservorio de Colombia en el Parque Natural Paramillo, declarado así hace 46 años.

De Puerto Platanito, en Montería, aguas abajo, buscando hacer memoria para entrar con mi corriente por el caño Bugre y llegar hasta la pequeña parcela que era de Esteban Morelo, no pude. Me lo impide una barrera de arena y piedras. En muchos puntos en mis riberas se exhiben enormes escolleras de rocas y gaviones empotrados con los que se intenta frenar la erosión. Mi caudal, antes de Urrá, fluía fuerte y sin ley.

Del caño Bugre ya no queda casi nada. Una corriente débil de agua descompuesta se escurre entre yerbas y basuras estancadas. Ya no huelo a níspero. 

Los pobladores de mis riberas que antes fueron campesinos y, mucho antes, pescadores, ahora extraen arena y piedra china de mi lecho, para proveer a las empresas de construcción. Ya no subo de nivel en lo bajo de mi cauce para alimentar lo necesario la tierra ni regar las flores del Jenené que Karagabí convirtió en ciénagas. 

Soy agua sinuosa que recorre tu nieta, Esteban. Ella me regala una última mirada, hecha de memoria y raíces, de camino al cementerio de Mateo Gómez. 

*Este texto se trabajó en el Laboratorio de No Ficción Creativa llevado adelante por Revista Anfibia, el Doctorado de Escritura en Español de la Universidad de Houston y la Maestría en Periodismo Narrativo de Unsam entre septiembre de 2022 y mayo de 2023. El texto formará parte de un libro que será publicado en 2024 por Penguin Random HousePuedes consultar la publicación original en este link

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