En épocas convulsas se necesitan definiciones: estar con un bando o con el otro; disparar o no; correr a esconderte o pelear por tu vida; incluso, quedarte en medio del campo con una banderita blanca. Cualquier decisión implica un riesgo. Y vale más saber dónde te paras en la batalla. Porque el peor lugar para estar en el tablero es el del peón de un juego que ni siquiera sabes que estás jugando
Mi abuela fue una mujer que estudió medicina cuando las mujeres no iban a la universidad y cuando había que estudiar con velas porque no había luz eléctrica en todas las casas. No terminó la carrera porque al llegar a la clase de anatomía descubrió que abrir cuerpos y ver muertos no era lo suyo. Que lo suyo era cuidar a los vivos. Así que se casó con mi abuelo, tuvo 10 hijos, 29 nietos y un montón de bisnietos (perdí la cuenta cuando llevaba 50) a los que acogió en una familia profundamente matriarcal que gira en torno a la comida.
Siempre me contaba, mientras limpiaba los frijoles o nos ponía a descabezar el maíz para el pozole, que ella tenía horario para ser madre: “A las 8 de la noche, el que me diga mamá, le pego”, decía que le decía a sus hijos, para mi deleite infantil.
De niña, solía platicar horas con mi abuela en dos lugares: la cocina, que siempre fue enorme, y tumbada en su cama los domingos, viendo el fútbol. Ahí charlábamos de la vida –de la mía y de la suya—, del fútbol, de la política y del mundo.
Porque mi abuela, que nunca quiso subirse a un avión porque le daba terror volar, era una persona muy informada. Leía el periódico todos los días, de principio a fin (el Excélsior, hasta que yo empecé a trabajar y entonces también leía el Reforma y El Financiero, que yo llevaba a la casa). Y siempre me pedía prestados los libros que me dejaban leer en la universidad.
Fue ella quien alimentó mi gusto por la historia con los relatos épicos de mis ancestros rebeldes. En especial de uno: David Pastrana Jaimes, su suegro, diputado constituyente, agrarista, y una de las personas que más quiso, pero también de mi tatarabuelo Joaquín Berdejo, padre de su padre, militar condecorado que luchó con los Figueroa (revolucionarios) de Huitzuco, y luego enfrentó a los Figueroa (caciques).
Crecí con sus leyendas: la del civilizador Pastrana y la del bárbaro Berdejo. Porque los dos pelearon por las mismas causas, pero con métodos muy diferentes.
Cuando empecé a preguntar por qué mi bisabuelo carrancista tuvo que huir del país con mi abuelo y su hermana (que entonces era una niña de brazos), perseguido por Obregón; y por qué, si Carranza era de “los buenos» (siempre tuvimos en una pared colgada su foto) mandó matar a Zapata; y cómo fue que mi tatarabuelo Berdejo, que luchó contra los franceses, se unió luego a la revolución maderista; o cómo es que su hijo terminó siendo consejero de Obregón (e intervino para que el abuelo carrancista pudiera volver al país); mi abuela, que era muy sabia, me dijo, palabras más o menos: «No te hagas bolas. Tú y yo tenemos dos enemigos: Victoriano Huerta y el América».
No cuento esto por la goliza que le metieron los Pumas al América. Aunque el fútbol es una de las cosas más irracionales que existen en el planeta —la otra es la religión— y yo sé muy bien que si algo me puede provocar odio chilango es que los fifis del América (así les decía mi abue) le ganen un juego a mis pumas adorados, lo cierto es que una década de guerra no oficial en este país me ha robado hasta la capacidad de disfrutar sin culpas un juego de fútbol.
Pero el recuerdo de mi abuela, que en realidad no necesita muchos pretextos para traerla al caso, viene a cuento por las turbulencias políticas que estamos viviendo en estas épocas.
A mi abuela le chocaba (esa era su peor palabrota), como ningún otro político, Carlos Salinas de Gortari. Le molestaba mucho el PRI y tenia una frase para definir al sistema: “Si lo dicen los políticos, va a ser lo contrario”. El PAN nunca la convenció, a pesar de que vivió la época anticlerical de Calles y tuvo que asistir a bodas y bautizos clandestinos. Siempre habló bien de la esposa de López Mateos y muchas veces me contó que al día siguiente del 2 de octubre de 1968 una señora del mercado le dijo que era increíble que siguieran con su vida normal (a ella le preocupaba más que sus hijos y sobrinos anduvieran en esos menesteres, no porque no pensara que fuera una causa justa, sino porque estaba segura de que el sistema los aniquilaría).
Pero más que nada, le chocaba Salinas, a quien nunca le creyó ni una migaja. En 1988 salió a votar por Cuauhtémoc Cárdenas. Yo aún no podía votar, pero tengo clarita la imagen de mis viejos, que a sus setentaytantos se emperifollaron (así decía mi abuela cuando alguien se arreglaba) para que mi tía Luisa los llevara a votar.
A Salinas siempre le tuvo desconfianza, y nunca le perdonó —menos mi abuelo, que siempre que algo no le gustaba decía que era inconstitucional— que acabara con el artículo 27 de la Constitución, que había sido redactado por mi bisabuelo, junto con su gran amigo Francisco Mújica y otra tercia de diputados liberales, en las épocas convulsas del Constituyente del 17.
En julio de 1994, mi abuela cumplió 80 años y volvió a votar por Cárdenas. Yo iba a cumplir un año en el periodismo (Reforma nació en noviembre de 1993, pero firmé el contrato desde septiembre) y comenzaba a entender algunas cosas de la historia de mi familia y de mi país. Fue un año intenso, que empezamos con el inicio del TLCAN y la declaración de guerra del EZLN y terminamos con la gran crisis inmobiliaria derivada del “error de diciembre”, pasando por los asesinatos de Luis Donaldo Colosio y José Francisco Ruiz Massieu.
Hace unos días vi «1994», la serie documental de Netflix que dirigió Diego Enrique Osorno, un periodista que estimo y que creo que ha aportado mucho a varias causas. Mucha gente me lo había recomendado, aunque se me encendieron las alertas cuando mi hija de 15 años me dijo que todos sus compañeros de la secundaria decían que estaba buenísima.
A mí el documental me asustó y todavía estoy procesando mis impresiones. Primero, por la apología que hace de Colosio y la narrativa que construye de que iba a reformar al PRI. Eso, diría Salinas, es política ficción. Colosio puede haber sido el cordero sacrificado por los lobos, o el bien intencionado boy scout, como dice en la película Galeano, que entonces era Marcos. Pero jamás fue un transformador y menos del PRI.
Los de corta memoria olvidan que fue el secretario de Desarrollo Social cuando esa era la sú-per-se-cre-ta-rí-a. Sí, así como era Gobernación para Díaz Ordaz o Seguridad Pública para Calderón, Sedesol no sólo fue la máquina electoral de Salinas, también fue su arma de legitimación y de control político de los opositores. A donde mandó a sus dos posibles sucesores: Manuel Camacho Solís y Luis Donaldo Colosio.
¿Y qué hizo Colosio por los pobres de México cuando pudo hacer algo? Nada. Por eso le reventó el zapatismo en enero de 1994 y por eso también apareció el EPR meses después.
A la serie le faltan, además, la visión de Camacho (apenas representada en una breve una entrevista con Marcelo Ebrard) y de Ernesto Zedillo. Parece como si todo el fracaso de su campaña se hubiera derivado de las grillas de Camacho y todas las fallas en la investigación del asesinato obedecieran a una traición de Zedillo.
No es algo que ponga en duda, porque Camacho era muy grillo y Zedillo muy traidor. Lo que no queda así de claro es cómo fue la traición de Salinas. O ¿quién mandó a Camacho de comisionado para la paz a Chiapas y le dio todo el protagonismo que opacó a Colosio? ¿Quién nombró a Zedillo como candidato sucesor?
Los cinco capítulos, que están muy bien documentados y narrados, reproducen acríticamente la versión del neohistoriador Salinas y su revisión para milenials del “transformador” Colosio. Una nueva verdad histórica que es muy distinta a lo que vivimos en 1994.
Me llama la atención, además, otra cosa: a Colosio ya no lo recordaban ni en el PRI. Mi hija de 15 años nunca había oído hablar de él. Pero en los últimos dos años lo vemos hasta en la sopa: hay libros, películas, reportajes, trabajo que llevaron varios años y que, por supuesto, tienen motivaciones distintas. Pero en política las casualidades no existen. Menos en la política mexicana.
Carlos Salinas me recuerda al Emperador Star Wars, que siempre sabe lo que va a pasar porque es el mueve los hilos para que pasen las cosas: compra, copta, cobra favores que hizo años atrás. No se si es el “el chupacabras”, como piensa el populi, o una bruja que te chupa el alma, como le dijo alguna vez Paco Ignacio Taibo II a su amigo Rogelio Vizcaino, cuando éste aceptó irse a la Sedesol. Pero sí es un político que 30 años después de llegar a la presidencia, sigue moviendo los hilos de la política de este país.
Vizcaíno, por cierto, es uno de esos chupados por la bruja que sobrevivieron a la mordida sin convertirse en vampiros, y creo que es algo que ocurrió con varios sedesoles (quizá el trato directo con las comunidades les sirvió de antídoto) Pero en las áreas culturales o económicas, el chupete de la bruja los fundió. Y si no, que le pregunten a Rosario Robles, una guerrera a la que Salinas le hizo lo que el Guasón al dos caras de Harvey Dent o lo que la Medusa le hacía a quienes la veían a la cara (los convertía en piedras).
Estas son épocas convulsas , como las de la Convención del 1917 o las de 1994. Amplificadas, además, por el Twitter. Son tiempos, también, de definiciones: estar con un bando o con el otro; disparar o no; correr a esconderte o pelear por tu vida; incluso, quedarte en medio del campo con una banderita blanca. Cualquier decisión implica un riesgo, y vale más saber dónde te paras en la batalla. Porque el peor lugar para estar en el tablero es el del peón de un juego que ni siquiera sabes que estás jugando.
Este martes me recordó mucho a los días de 1994: apenas estaba renunciando Carlos Urzúa a Hacienda y ya había versiones en Internet de que todo era provocado por el protagonismo del canciller Ebrard (casi con la misma fórmula con la que el documental se reconstruye el protagonismo de Camacho contra el pobrecito Colosio).
Lo he pensado ya varias veces, sobre todo con el activismo de los expresidentes Fox y Calderón, quienes deberían estar en la cárcel. Calderón, por cierto, recientemente fue comparado con Huerta, uno de los dos únicos enemigos de mi abuela y míos, según ella. Pero mi abuela no alcanzó a conocer a Calderón, ni la nefasta fiesta de sangre a la que nos convocó con su guerra. Así que, por el momento, me quedo con el tuit del historiador Pedro Salmerón: “No, amigos, Calderón no es Huerta, bastante tiene con ser Calderón”.
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Quería ser exploradora y conocer el mundo, pero conoció el periodismo y prefirió tratar de entender a las sociedades humanas. Dirigió seis años la Red de Periodistas de a Pie, y fundó Pie de Página, un medio digital que busca cambiar la narrativa del terror instalada en la prensa mexicana. Siempre tiene más dudas que respuestas.
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