Escritores originarios o residentes de Guayaquil relatan en primera persona su experiencia durante la contingencia sanitaria, que ha colocado a la ciudad portuaria de Ecuador en el foco del continente
Por: Gabriela Ruiz Agila / @GabyRuizMx
GUAYAQUIL, ECUADOR.- En entrevista, varios escritores guayaquileños y residentes del puerto, narran en primera voz cómo enfrentan la epidemia que ha sumido en la tristeza a la comunidad más poblada del Ecuador. ¿Es verdad que sus familiares y amigos están muriendo en hospitales y casas? Comparten su vida cotidiana en estos fragmentos de relatos y audios como signo de resistencia ante discursos que estigmatizan a Guayaquil como una infame desobediente.
Narradores, poetas, periodistas, artistas audiovisuales, músicos. Les preguntamos cómo se impone la vida frente a la muerte. Las fotografías y audios de este texto se registraron por los autores en el toque de queda que se declaró en Ecuador desde el 17 de marzo de 2020. El mayor porcentaje de subempleo es en Guayaquil, con 16,2% de su población, que equivale a más de 198 mil personas que viven al día a día. Guayaquil tiene 2 millones 698 mil 77 habitantes.
Hasta el domingo 5 de abril, Guayaquil registró mil 725 casos confirmados por COVID-19. Desde el lunes 30 de marzo, la Secretaría de Riesgos del Ecuador empezó a colocar un asterisco al pie del informe de “posibles muertos” que se deben sumar a la cifra oficial de 180 personas fallecidas.
Guayaquil tiene la mayor tasa de mortalidad del Ecuador por Covid-19 y la más alta de Latinoamérica: 1.35 muertos por cada 100 mil 000 habitantes, más que São Paulo (0.92), según el médico salubrista Esteban Ortiz, de la Universidad de las Américas de Ecuador.
El gobierno Municipal entregará cajas de cartón para enterrar a los pobres. El célebre escritor ecuatoriano, César Dávila Andrade, se adelantó a su tiempo, y relató un cuento con ese nombre en 1951.
Hice una fila de dos horas en el supermercado. Debían ser 500 personas delante de mí. Nos rociaron con algún desinfectante. Además, gel. Dentro, silencio. Nadie le habla a nadie. ¿Legumbres? Se desabastecen rápidamente. Un anciano se coló en la fila. Un pan y dos jugos. Pagó. Se quedó sentado en un banco mirando a quienes seguían pagando.
Hoy murió la cardióloga Peggy Freire. La semana pasada murió mi tío, médico y profesor de la universidad. Conozco gente que está confinada porque estuvo enferma. Otra gente no tiene mayores síntomas. Otras se ponen mal muy rápido. Esta mañana pasé por la farmacia. Llegó la azitromicina. La fila era una eternidad.
Cuando vi el noticiero del mediodía y escuché que recuperaron 400 cuerpos, y 50 cuerpos más este día, fue algo devastador. En La Colectiva, emprendimiento de asociación de editoriales y librerías, decidimos devolver las cuotas. Las editoriales grandes liberaron contenido y es positivo, pero para las pequeñas editoriales es un factor que nos destruye. Las entregas a domicilio bajaron. Los libros no están en las prioridades de la gente. Temen que los libros estén contaminados.
En Guayaquil, he estado marcada por el olor putrefacto del Estero y por el ruido. Es parte de mi infancia. Es una paradoja que ese sea el olor que ahora despiden los cuerpos en las casas, el de la putrefacción. Y que el silencio sea tan poderoso o se haya impuesto para dar paso a un único ruido: las sirenas de las ambulancias. Guayaquil ha sido azotada una vez más por la epidemia y todo lo que ella trae y desnuda: la inequidad, el miedo, el abandono. Todo esto con la profunda solidaridad que nos caracteriza. Con cadenas de personas ayudándose. Esta ciudad es muchas cosas pero es nuestra ciudad. Ha sido terrible sentir el rechazo de otras regiones y escuchar el estigma que ha caído sobre ella.
Hace un par de años tuve bronquitis alérgica y, además, padezco desde hace cinco años psoriasis. Mis defensas siempre están disparadas. Solía fumar además. La primera semana de cuarentena presenté síntomas de influenza: fiebre leve, molestias en la garganta, dolor muscular en las piernas y mucho cansancio. Realicé gárgaras con limón y sal, tomé paracetamol y dormí mucho esa primera semana.
Evito los carnavales. El fin de semana anterior al inicio de la cuarentena me sorprendió un aguacero en la calle. Empecé a tener molestias con los bronquios, además de tos y flema. Hacia el fin de semana me recuperé bastante y pude acompañar a mamá a realizar compras.
En la puerta del mercado dejaban entrar en grupo de 10 personas una vez que otras diez hubieran salido con sus compras. Ya adentro, las distancias y las precauciones pasaron a segundo plano. Todos llevábamos una prisa mal disimulada, de esa que obnubila y hace que te quedes sin adquirir algunas de la cosas que habías pensado. El personal se esforzaba por mantener los manubrios de los carritos desinfectados, las perchas llenas, las verduras frescas. Las y los cajeros, en contra de lo usual, estaban abiertos a conversar y comentar las vivencias del día.
Durante las noches experimentaba picos de bienestar de pocas horas. El sueño me llega pasada la medianoche. No temí lo peor pero sí tuve una ligera melancolía que me hizo pensar en mi pasado reciente y en algunas personas. Tengo dos hijas de 19 y 17 años. Están pasando la cuarentena junto a su madre, y una sobrina mía. No me he comunicado mucho con ellas pero trato de conversar con mi ex esposa todos lo días, para estar al tanto y apoyarnos. Ella vino al día siguiente a visitarme trayendo consigo un nebulizador y una medicina expectorante.
Anoche circularon dos vídeos, que hoy censuraron en las redes sociales, en donde se ven decenas de cadáveres, en el piso, en pasillos, en camas, camillas, bodegas, cuerpos empaquetados. El hermano mellizo de mi madre había sido diagnosticado de dengue (la otra pandemia de esta ciudad) y ahora es paciente de Covid-19.
Las noticias que recibe mi madre confirman todo lo que hemos visto en redes sociales sobre el colapso en los centros hospitalarios: médicos trabajando a presión, espacios abarrotados, falta de insumos, capacidad de acción rebasada. Y mucho dolor e incertidumbre.
Mi tío falleció. Acaban de llamar a mi mami. ¿Puedes creer que alguien en el hospital les pide 600 dólares para los papeles? El cuerpo de mi tío será procesado y será trasladado por el municipio hacia un camposanto. Sus allegados deben ir mañana con un papel que les entregará el IESS para tramitar la partida de defunción. No les costará nada. Dicen que después de 20 días darán la información de en dónde le sepultarán.
Desde el 16 de marzo pasado hasta el 2 de abril, el viaje más largo que he realizado es hasta la puerta del patio de mi casa. Allí cada semana recojo los víveres que mi hermana me trae. Me entrega las compras y se va. En el mismo patio, someto cada uno de los productos a una prolija limpieza y desinfección antes de llevarlos a la cocina para almacenarlos. Estoy en total aislamiento, porque esa es la disposición de las autoridades y porque conmigo vive mi madre anciana, que forma parte de la población más vulnerable al coronavirus. Redoblo los cuidados.
No salgo para nada. Mis días transcurren entre algún oficio doméstico, lecturas, escritura, noticieros, llamadas telefónicas y navegación por redes sociales. En Facebook leo a diario que mis amigos le dan el adiós a sus padres, a sus tíos, a sus abuelos, a sus primos. A tanta gente querida. Desde hace más de una semana, he escrito alrededor de media docena de pésames cada día. Ayer llegué a casi 10. No es que la gente antes no se muriera. Se moría, sí, pero no tanta al mismo tiempo. Dar un pésame era una rareza y no una cotidianidad. Hoy mucha gente está de luto en Guayaquil. La ciudad bullanguera y alegre está silenciosa porque sus habitantes están enfermos de tristeza.
Marzo, en mi familia, es un mes festivo. Cumplo años yo, mi mamá y muchos otros familiares. Ha sido, históricamente, un tiempo de reuniones y celebraciones. Este año los cumpleaños pasaron sin reuniones y las felicitaciones y abrazos fueron virtuales. Recibo varias llamadas cada día. Mis hermanos y demás familiares, desde diversas ciudades del mundo o desde la campiña riosense, me llaman a preguntar cómo estoy y cómo está mamá. O hablan de forma directa con ella. Es como un ritual en el que cada uno se reporta para contar cómo ha sido su día.
Uno de mis hermanos está en la primera línea de fuego. Es médico y está trabajando intensamente en la emergencia. Me cuenta que varios de sus colegas se han contagiado. Mi mamá redobla sus oraciones por él y por todos. Mi hermana me dice que ya no quiere ver noticias, porque la realidad la sobrepasa. Yo trato de ver y de leer todo.
Es difícil guardar la calma, pero lo intento. Guayaquil es una ciudad de eternos re comienzos. Esta tragedia supondrá también un renacimiento. Un renacimiento de renovadoras ideas y de otras formas de convivencia social. Se deben sepultar las grandes desigualdades y carencias que se han hecho tan dolorosamente visibles con el coronavirus.
* Clara Medina es gestora cultural y periodista. Autora del libro Los herederos del lenguaje (2013).
—¿Dónde está el cronista de historias sucias de Guayaquil?
— Estoy en Quito. Me quedé atrapado por la cuarentena. Soy, como dicen los ocurridos y sueltos de lengua, un “mono” refugiado en las frías montañas de la capital. El verbo resistir viene bien para describir este tiempo. No tengo empleo fijo y tampoco sueldo constante. Cuando algunos de mis amigos se enteraron de mi situación en Quito empezaron a depositarme dinero vía transferencia electrónica. No pude resistir los efectos de un gesto tan noble y aflojé, como es natural.
Cuando Santana conoció Cirino Antonio Gómez, “El Cristo de Guayaquil” describió el embeleso de ese Mesías por el puerto: “Recorría el cementerio general, la 18, el Camal, los salones de la calle octava, como El Gema, y algunos cabarets de nombres ridículos (…). Miró la vida y sus calles. Guayaquil le pareció fascinante, palpó la estúpida y lacerante realidad de las noches en donde todavía se encontraba de todo. Putas, locos, delincuentes y mendigos lo conocieron, lo trataron y lo educaron. La vida se le reveló como una suerte de alucinante fantasía donde todo se conseguía con dinero. El espíritu de comerciante se le fue pegando a la piel y descubrió que todo tiene un precio, incluso la dignidad, sobre todo la de los pobres y miserables; esos con los que compartió vida y penurias; esos para los que vino Cristo.”
Santana usa una metáfora para explicar la ciudad: “Guayaquil se viste bonito. Se pone todas las luces. Se pone bella y perfecta. Pero tiene un gran problema. Tiene el dedo del pie podrido. Se pone zapatos hermosos y tapa la podredumbre. Nadie la ve. Pero el dedo está podrido. Y entonces empieza a pudrirse todo el cuerpo. Una ciudad que está podrida por dentro pero que tiene ropajes bonitos por fuera”.
Creo que estoy en la etapa de aceptación. Puede ser que minimice las cosas. La primera semana fue para mí de terror y de angustia. El día en que caí en cuenta que me iba a quedar sola con el silencio de mis pensamientos, lloré mucho. Varios días. Tampoco provocaba salir.
Me agarraba un pánico por tocar cualquier cosa. Ni a mi jardín iba por miedo de que los niños hubieran tocado mi puerta o pisado algo de saliva. Empecé algo que hago solo cuando viajo: un diario. Lo es después de todo, un viaje. Me vino en francés. Hasta ahora no había puesto palabras en español. ¿Cómo llamarlo? ¿Confinamiento? ¿Espacio vacío? ¿Tiempo a salvo?
Intento no opinar en público. Sé que hay gente que sufre. Amigos han perdido a seres queridos. Me agarra la angustia de que esto no acabe nunca, de que no vuelva a verlo, de que no vuelva a comer cangrejo, y que bailar sea solo un recuerdo.
El primer domingo, tomé mi bicicleta y pedalee sin rumbo. El miedo, igual. Me crucé con una patrulla. Nada. Fui hasta La Atarazana. No lo volveré a hacer. Fue mi pequeño acto de rebeldía hacia la inmovilidad.
Poco a poco vuelvo a salir al jardín. Fumo un cigarrillo en la hamaca. Riego las plantas y entro después de cambiarme los zapatos. Mi día está hecho de reuniones cibernéticas, de horas y de hojas de traducción. Vuelvo a aprender a cocinar. No he podido escribir nada mío. Traducir Historia sucia de Guayaquil (2012) es un refugio. Habla de un Guayaquil que conozco pero parece que el pasado es más cercano a lo que conozco que al presente. Cuando quiero escapar leo El síndrome de Ulises y me escapo hacia París.
* Alice Goy-Billaud nació en Francia y está radicada en Guayaquil. Tiene 30 años. Es autora de Tres (2019). Conduce el programa radial Caldo de Cultura. Directora de Cultura y Comunicación de la escuela Hola France.
La ciudad a la que he acostumbrado recorrer en bicicleta, la que me parecía un pañuelo, la que me indignaba con sus largas colas de autos y que me alegraba rebasar de un tirón ahora es más pequeña. El pañuelo se ha doblado más y lo veo desde la ventana, con gente que intenta protegerse, abastecerse y al mismo tiempo sobrevivir. Los mendigos que campean en las veredas se ocultan más temprano y la pobreza que hemos invisibilizado –aún en las zonas más turísticas de la ciudad– ahora aparece en las noticias con la sentencia de muerte.
La ciudad de las piletas, de la rueda moscovita, de las esculturas de bronce con personajes “caricaturescos”, de rejas que prohíben informales, necesitaba verse a sí misma, sin fantasías y duele. Duele sentirse tan cercano a la realidad y tan atado de manos. Duele ver por la ventana lo que podíamos predecir en nuestro paso.
La cuarentena me sorprendió en Quito, de visita a mi hija. Mi domicilio y familia están en Guayaquil. Mi mamá es una persona que pasa los 70 años. Tiene una boutique en el centro de la ciudad. Le cuesta mucho sobrellevar la inamovilidad. Acostumbrada a moverse de un lado a otro por la actividad económica. Ella viaja con frecuencia a Alausí donde está la casa de mis abuelos que también tienen un almacén. Inactivos, se sienten relegados.
Su día a día es ahora vivir dentro del departamento, ordenar la casa y jugar con mi hermana. Al lado vive mi hermano mayor y se ayudan a hacer las compras (cubierto hasta la cabeza) cumpliendo las medidas impuestas por el gobierno. El tema está alterado en el centro de Guayaquil, donde prolifera sobre todo la indigencia. Caminas por 9 de Octubre o Boyacá, y hay indigentes. Muchos de estos indigentes son adolescentes que consumen H. Las autoridades municipales no les han prestado la atención debida. Ellos siguen viviendo en los portales. Están propensos de contagiarse de COVID-19.
De lo que ves en la televisión, muchas cosas son reales y otras son sobredimensionadas. Lo real es que hay muertos. Lo real es que hay cadáveres en las calles por la falta de abastecimiento en los centros de salud. Guayaquil está huérfano de autoridades. La gente está haciendo lo que puede.
Guayaquil es una ciudad dividida por clases sociales. Es visible sólo un 50 por ciento. La ciudad es un puerto donde hay intercambio comercial desde antes de la República, y su trabajo es libérrimo. El trabajo asalariado empieza en Guayaquil. La gente sale a las calles a trabajar y es el que vemos. Pero el Guayaquil al que no todos tenemos acceso: el Guayaquil marginal, el Guayaquil de los bordes, el de los cinturones de pobreza de donde salen los trabajadores que vienen a trabajar al centro de la ciudad.
Tres o cuatro amigos de padre han muerto por COVID-19. A veces pienso que no volveré a ver a mis padres. ¿Cuánto tiempo pasará? Hablo con ellos todos los días.
Al parecer lo peor que puedes hacer al presentar el último pero más grave síntoma: la falta de respiración, es internarse en un hospital (centro de contagios) en Guayaquil, ya que de allí en adelante no se sabrá más del enfermo y la familia entra en un estado de angustia y desesperación.
Hay videos de decesos en la calle y calamidad de familiares con decesos en su casa o en su barrio. Hay otros videos de gente que ha presentado estos síntomas pero se han curado en casa, sea de Covid-19, de dengue o chikunguña, enfermedades que coinciden en síntomas. ¿Cómo? Con nebulizaciones de hojas de eucalipto. Ya es tarde para exigir un sistema sanitario y de salud, está colapsado. Debemos atender a nuestros enfermos en casa y mejorar el sistema inmunológico. Y no olvidar, ojo, que esto sea una lección acerca de la clase política que nos rodea (sobre todo en Guayaquil) y formar una conciencia crítica. Aquí necesitamos ayuda humanitaria hace rato. Reportando desde la Lombardía de América.
Son días extraños. Mi familia y yo estamos pasando por el duelo de mi abuelo y te digo… que aún no sé cómo asimilarlo. Es como estar suspendida en el tiempo, una irrealidad. Mi abuelo no murió de COVID-19, pero su muerte nos hizo sentir lo que es vivir el efecto de esa enfermedad. Ya te imaginas: una despedida sin abrazos, sin cercanía. Esto fue hace dos semanas.
Mi vida cotidiana se mueve entre las tareas de la maestría que me obligan a cuestionarme ¿para qué?, es como que se ha instalado un nuevo sentido. Yo estoy aislada de mi familia y vivo sola con mi perro. Aunque parezca paradójico mi única salida fue para asistir al funeral de mi abuelo.
Mi vida cotidiana está llena de labores de autocuidado, de estar cerca de mi familia a través de mensajes, videollamadas y de estar pendiente de la información que circula en medios no oficiales. Trato de mantener la serenidad y paciencia, pero con el dolor-miedo de las muertes anónimas, de cómo se precariza la vida y la dignidad humana.
Si bien es cierto un escritor disfruta hasta cierto punto un grado de soledad mayor que otros, incluso hasta es capaz de aislarse, casi que obligarse a escuchar su voz interna. Un escritor no le teme al silencio. Y de igual manera, escucha la bulla. En ese sentido, no he sentido tanto el paso de los días. Pero en cuanto a la cotidianidad, he intentado no contaminarme con noticias. Estoy informado. Trato de leer nuevos estudios, las cadenas (nacionales), entrevistas a políticos. Selecciono las noticias que consumo. Me involucro más en los quehaceres de la casa. Soy yo el que, compartiendo techo con mi familia, voy por las compras. Tengo precauciones.
Mis padres son dos personas con discapacidad. Mi mamá sufre de artritis reumatoide y toma medicamentos que deprimen el sistema inmunológico. Y mi papá tuvo una operación hace unos meses atrás. Mi papá sufre de ansiedad.
Retomé el Tai-chi que, acaso por mis raíces, me llama y me cura. Me ducho. Hago trabajo del colegio. Boletines. Superviso relaciones públicas. Hago diseño gráfico. Me pego un tabaquito. Descanso. Revaloricé el hecho de sentarme a comer con mi familia. Fue en esta cuarentena que vimos por primera vez una película en familia. Perfume de mujer con la actuación de Al Pacino.
Estoy leyendo Inteligencia emocional de Daniel Goldman y un libro de 300 poemas de la Dinastía Tang que compré en México. No he escrito nada. Es un momento de introspección. Se está consumiendo más arte. Algunos escritores y pensadores guayacos han respondido a los ataques en contra de esta ciudad. Estamos aguantando, luchando, pero sobre todo consciente.
Sonia inventa juguetes hechos con material reciclado, e improvisa un papelógrafo para que Matías se siente y pinte. Se divierten y ríen mucho, mientras aprovecho para trabajar; pero luego es mi turno, y mientras Sonia trabaja, yo me siento con Matías frente al teclado MIDI para jugar con las melodías, y juntos, vamos probando una a una, cuál quedaría mejor para una canción. Todo se graba: lo que él toca con sus deditos y lo que yo improviso con los míos. Esos audios sirven de base para en las noches sumarle guitarras, bajos e intentos de voces que luego son enviadas como borradores a mis hermanos musicales de la vida, esperando que todo crezca.
Pero hoy… no podremos grabar mucho, ya que a las 19 horas tenemos una sorpresa, por lo que cuando Sonia nos alcanza en el comedor, se encuentra a 23 personas en una videoconferencia que están listas para cantarle el feliz cumpleaños. Todo es un maravilloso desastre en el que se mezclan los audios, pero también las emociones y Sonia conversa con sus amistades más cercanas que están muy presentes y pendientes en aquel cumpleaños a distancia.
Antes de soplar las velas Sonia cierra los ojos y pide un deseo. Se toma su tiempo, y hasta parece que la imagen se ha congelado por alguna mala conexión del Internet. Ella de seguro pide lo mismo que todos hoy por hoy en Guayaquil… y en el mundo.
Sonia se queda con sus invitados virtuales conversando y yo me llevo a Matías para jugar un poco con el balón. Patea durísimo nuestro hijo. Y mientras sonríe, lo imagino –en cámara lenta- jugando su primer partido en la escuela, gambeteando el pasado y mirando fijo el futuro.
No he entrado últimamente en FB. Sé que hay malas noticias que lamento enormemente y que provienen de Guayaquil, la ciudad donde vivo desde hace dos años. Hoy debí salir por una gestión inaplazable sintiendo que caminaba sobre una zona minada. Al pasar junto a uno de aquellos que aún quedan cuidando los pocos autos estacionados, me saludó con un «Que Dios la bendiga», y él y yo nos sonreímos a través de las mascarillas.
Fui por alcohol y guantes a la farmacia de la esquina, diagonal a la Biblioteca de las Artes, y la mujer que solía venderme agua en los buenos recientes tiempos me preguntó si estaba bien.
He recordado que justo antes de venirme acá, en Quito, un connotado escritor me dijo que era yo la única persona en el mundo que declaraba que le gustaba Guayaquil. Y creo que mucho de lo que siente cierta intelectualidad quiteña se expresaba en el asombro de él.
Y sí, aun con su ruido y su desorden, esta ciudad me gusta. Tal vez desde la infancia, con los cuentos de mi abuela y su vida breve en el puerto, y luego en algún viaje, cuando Margarita me hizo ver las iguanas en el parque.
A tanta gente generosa y noble he conocido en Guayaquil, que no me alcanza la gratitud. Deploro los ataques regionalistas y los estigmas contra los habitantes emprendedores de este puerto abierto y delirante, lugar de origen de pensamiento, literatura, pintura, escultura, además de tantas otras profesiones y oficios.
Echo tan de menos a los voceadores de agua, tal vez no la mejor agua del mundo, pero bendita para auxiliar a los caminantes sufrientes en el calor húmedo intenso de Guayaquil.
Con toda la fe de la que soy capaz, ruego por que dejen de sonar las ambulancias, cese el reino de la muerte, los enfermos sanen, los agonizantes se recuperen, vuelvan los imperfectos y heridos a la vida. Por lo que he leído, sí hay señales de recuperación que dan aliento.
Subí a la terraza y capté estas imágenes ayer. Este país tan pequeño tiene que reencontrarse a través de una ciudadanía que frene a los corruptos. Debemos empezar de nuevo una vida más fraterna.
Este apocalíptico momento que está atravesando nuestro planeta se ha ensañado con Guayaquil. En la calle donde vivo, murieron Hermán y Carlo. En la calle de atrás, murieron Víctor y Juana. Y en el parque, Byron; y más allá, Fabricio. El amigo de mi padre falleció hace una hora. En mi entorno de conocidos, tengo que hacer el recuento, que es algo macabro y frío. Son 15 personas las que ya no volveré a ver.
En la publicación en redes sociales que hice hace unos días narré el Guayaquil de mis pavores. Recién ahora puedo escribir algo porque desde hace cinco horas no tengo más muertos. A lo largo de este día: Juan está llorando a su madre; Webster, a su hermana; Jorge, a su primo James. La calamidad en Guayaquil es innombrable: el cielo cubierto de aves carroñeras, los barrios llenos de insepultos, las farmacias desabastecidas, los precios desorbitados. Eso en la ciudad.
Pero hacia adentro, en los hogares, la calamidad es hecatombe; por ejemplo, Juan, mi querido amigo Juan, poeta, ciego, líder, tiene «en el cuarto de atrás» al cuerpo de su madre, Angery, desde hace tres días, cubierta de hielo y con dos ventiladores a toda potencia para intentar paliar la putrefacción, esperando, esperando; hoy me dijo: «nicho ya tenemos y por fin conseguimos todos los documentos, pero ya no hay ataúdes, ya no hay ataúdes». Mañana podrá enterrarla. Un ebanista venezolano rompió el sofá de su casa y con él construirá una caja donde mi amigo Juan pueda enterrar a su madre.
Hacia adentro, en los hogares, la calamidad es la brutal ira de dios; por ejemplo Zoila –sola en casa, diabética, sencilla–, todos los días se levanta de sus lágrimas para buscar a su padre, Armengol López, y llega hasta las puertas del hospital Abel Gilbert y pregunta, llora, grita, reclama, ruega, y no le dicen nada.
Hace un mes, el 3 de marzo, lo llevó para hacerle una tomografía, fue atendido por la doctora Jaramillo, y sufrió un derrame. Entonces se desató la crisis y él se quedó allí adentro y se supone que está allí adentro porque adentro se quedó, se supone, en el tercer piso, se supone, porque allí lo dejó Zoila cuando se fue a casa para dormir algo, hace un mes. Cuando volvió al día siguiente, ya no le permitieron entrar y desde entonces ya no sabe nada, no le dicen si está vivo o si está muerto. Los guardias no le permiten entrar. Con razón, pero atentando contra el mínimo derecho de saber si su padre aún está vivo, allá adentro, o si ya murió y está amontonado en un contenedor encima y debajo de otros cuerpos.
¡Oh sí! La ira de dios sobre los hogares destruidos en una ciudad desbordada. Mi tío Kiko me decía el otro día en una llamada virtual: «de los compañeros universitarios de mi promoción de doctores ya han fallecido quince, sólo de mi promoción ya han muerto quince, Cristian. Quince».
Normalmente las catástrofes nos permiten un espacio para el heroísmo, pero ésta no: ésta está arrasando con todos, y los héroes, los doctores, uno a uno van falleciendo. Por ejemplo Nino, el doctor de cabecera de la familia, ya falleció.
Normalmente las autoridades civiles han logrado más o menos encaminarnos, ya sea hacia la realización de sus intereses personales o hacia la realización de nuestros intereses públicos, pero esta vez parece que no hay camino y por ende las autoridades de la ciudad y del país solo parecen decir: «la humanidad va a superar esta pandemia, pero lo hará sin nosotros».
Lo más paradójico es que Guayaquil debería celebrar en octubre de este año el bicentenario de su Independencia. Sin embargo, los guayaquileños que sobrevivan estarán tan agotados de llorar a sus muertos que ya nadie recordará la libertad que nos confirió el poeta Olmedo, porque cuando todo se trata de vida o muerte ya no hay idealismo posible, no hay poesía posible, salvo sobrevivir.
Si queda algún guayaquileño, quizás el próximo año no festeje el 201 aniversario de la Independencia de la urbe, sino el Primer aniversario de haber sobrevivido a esta pandemia, tan ensañada, tan crudelísima, tan mortal sobre «La perla», el «Guayaquil de mis amores».
Cristian Avecillas (43 años). Poeta, actor y dramaturgo. Imagen de la BBC. Imagen que impactó a Avecillas. Fundador del Grupo Teatromiento. Autor de Funeraria Travel. Poeta: Premio Nacional de Poesía 2008 con el libro Ecce Homo II.
Padre, moriste en junio pasado luego de cinco años de soportar el deterioro de una enfermedad que te dejó sereno y quieto. No pudiste presenciar cómo ya no habría un ritual sosegado para la muerte. Y tu despedida, ese entonces, tuvo flores, abrazos, el preciso tiempo de contemplación y ceremonia. Ahora, en Guayaquil nada de eso es posible, padre amado, porque la civilización perdió toda lógica, toda su dignidad y raciocinio. No hubiera podido tolerarlo. Hubiera gritado y golpeado. No hubiera podido dejarte ir sin besar tus manos hermosas y sin saber qué sería de ti o si llegarías a estar salvo.
Padre, qué afortunada soy que te hayas muerto hace un año y yo no haya tenido que identificar tu cuerpo de entre una pila de fundas oscuras sin nombre, removiendo etiquetas para ver si te encontraba. Qué bueno que nadie te extravió. Qué suerte he tenido de no haber visto cómo tu cuerpo, tu amado cuerpo que amaba la belleza, empezaba a descomponerse ante mis ojos. Hubiera tenido que cubrirte con una sábana de cuadros para no verte o sacarte avergonzada de la casa.
Qué bendecida soy, padre, por no colocarte en un frágil ataúd de cartón por el que deba dar las gracias o de que seas cenizas, como jamás quisiste. Qué suerte haberte perdido antes, porque no hubiera sabido explicar por qué comemos fideos todos los días o por qué salgo ataviada, a nuestro sol nuclear, con esos lentes de soldadora, los guantes y la capucha. Padre querido, tal vez nos hubiéramos reído mucho, pero lo más probable es que lloráramos conmovidos, mirando los ciervos que ahora pasean tranquilos por las ciudades. Padre mío, el horror hubiera sido intolerable, porque no hubiera sabido qué decirte, como si fueras un niño pequeño expectante, qué le ha pasado al mundo previsible en el que confiabas. Gracias, padre de mi sangre, por irte antes de este tiempo y no expirar en esta tierra incomprensible.
Hace un año y medio me mudé a Guayaquil junto a mi pareja, Mauro, después de vivir tres años en la montaña (Vilcabamba) y un año en la playa (Puerto López). Esos años en la Naturaleza nos permitieron adentrarnos en otra manera de pensar, sentir y vivir. Comíamos de nuestro propio huerto y nos hicimos vegetarianos. Cambiamos hábitos de consumo y formas de divertirnos. Por eso la cuarentena no nos impacta. Hemos creado juntos seis libros, así como otros productos y servicios.
Vivo alejada de las distracciones del mundo. No recuerdo la última vez que fui al cine, a un bar o a un concierto. Nunca he visto Netflix, no sigo series, juegos ni veo televisión. Un mes antes de la cuarentena, empecé a hacer ejercicios diarios de respiración (técnica de Wim Hof) para fortalecer los pulmones y el sistema inmune.
Mi compañero empezó, “por evitar contagios de cualquier cosa”, a salir a la calle con mascarilla cuando nadie más lo hacía. Lo miraban raro. Lo cierto es que sentíamos cómo cada día aumentaba la densidad de la energía en la calle, tanto que cuando salíamos, nos sentíamos tan agotados que debíamos dormir algunas horas para recuperar las fuerzas. Algo oscuro palpitaba en el ambiente. Yo sentía la muerte en las calles, y en las últimas semanas nos recluimos aún más. Vimos cómo el evento se iba acercando, hasta que nos rodeó a todos.
Económicamente, nos ha ido mejor que antes. Sabíamos que el sistema financiero basado en billetes podía derrumbarse, así que alrededor del 70% de mis ingresos por los talleres de escritura que hice los últimos meses, los invertí en comprar oro, y en traer de Alemania una máquina para producir oro coloidal, una tecnología que mi compañero conoce. Él ya hacía plata coloidal (antiviral), así que desde el inicio de la emergencia sanitaria las ventas nos aumentaron. Además, una semana antes de la cuarentena, una persona en Suiza, con quien habíamos hablado para hacer un libro, nos hizo un giro como adelanto. Sentí eso como una señal de que algo grande pasaría. La otra señal fue que durante todo un día, en nuestra ventana se posó una mariposa café. La mariposa vino a decirnos que la transformación estaba cerca. Al día siguiente, se declaró el toque de queda.
Vivo de cerca el proceso del despertar espiritual de la humanidad, y he estado trabajando en esto desde 2013, cuando viví mi propio despertar, y empecé a hacer Talleres de Introspección. En los últimos años mi mayor trabajo ha consistido (además de hacer libros) en ofrecer un acompañamiento espiritual a personas que lo requieren, ya sea en talleres o en sesiones individuales.
Éste es un período en el que veremos muchas muertes en todo el mundo. Pero la muerte no la decide un hecho fortuito ni un virus, es una decisión individual tomada de antemano por el alma. Sin muerte o sin transformación no hay evolución. Sé que a la mayoría le cuesta –vivir en cuarentena–, pero también sé que el mundo no podía seguir como estaba.
*Marcela Noriega (42 años). Periodista. Escritora. Docente. Autora del poemario ganador de la Bienal de Poesía en Cuenca (2010), El guardián de Jaboncillo (2019), Historias que Contar (2013). Recopilación de las mejores crónicas.
Un parte de la ciudad está guardando cuarentena. Pero otra parte está muriendo en sus casas. Cuerpos en las veredas. Cuerpos en las calles. No hay quien retire los cuerpos, y es esta la otra emergencia sanitaria: la putrefacción de los cadáveres en los espacios públicos y al interior de las casas como nuevo vector de enfermedades. Los familiares por respeto a sus difuntos toman una decisión: ¿Comprar féretro? ¿Quedarse dentro de casa con el muerto donde muchas veces hay una sola habitación? Porque la ambulancia nunca llegó.
Las muertes por coronavirus han puesto en evidencia el estigma en contra de sus habitantes empobrecidos por la desigualdad y las tasas de desempleo y subempleo. En Guayaquil, sólo el 50 por ciento de la población tiene empleo adecuado, 3 por ciento está en el desempleo, y refiere la tasa más grande de subempleo a nivel nacional: 18,9 por ciento según estadísticas del INEC. Esto significa que si la gente no sale a vender, no come.
Epidemias cruzadas. Dengue y coronavirus. Hay 5 mil 356 casos confirmados de dengue en Guayas. Es como si una familia completa hubiera muerto en Guayaquil. Y se siente como si el poder político nos hubiera abandonado, me dijo un colega. Eco de estas penas se hacen los escritores guayaquileños en el exterior como Mónica Ojeda o Ernesto Carrión.
Nos preparan para la muerte. Nos avisan de la construcción de un nuevo camposanto o fosa común, de la emisión del protocolo de manejo de cadáveres, o que cuatro contenedores se han habilitado para refrigerar cuerpos. Se esperan que lleguen seis contenedores más. ¿Estamos preparados para cuidar y defender la vida?
Este es un homenaje para Guayaquil, su gente, su literatura y su capacidad de hacer memoria. “El trabajo de archivo debe realizarse ahora”, reclama Mayro Romero, artista visual y director de cine de 24 años, para que no se pierda el testimonio de lo vivido. Más cuando se empiezan a escuchar denuncias de censura a videos y publicaciones que hacen los ciudadanos pidiendo ayuda para ellos y sus difuntos (Escuchar audio de Mayro Romero). El trabajo gubernamental contra la desinformación gestionó créditos publicitarios con Facebook y el servicio de Inteligencia mapea usuarios dentro y fuera del Ecuador. El buscador de datos en redes censurará contenido relacionado al tema.
Todas las pérdidas son importantes. Con la partida de artistas y escritores se pierde una porción de ferocidad y belleza. Aquí nuestro aporte desde el periodismo. Al cierre de esta edición, manifestamos nuestras sentidas condolencias por la partida de Rodrigo Pesántez Rodas (Azogues, 1937 – Guayaquil 2020); Fabricio Gutiérrez Mantuano, estudiante de la carrera de Literatura de la UArtes; Jorge Manzano, el hermano de la poeta Sonia Manzano, Charles García Pluas, historiador; Ángel Sánchez y Omara Paredes, periodistas, y los 14 colegas que permanecen aislados tras presentar síntomas.
La vida continúa, como dice el título de una bella película de Kiarostami, así me compartió Juan Martín Cueva, director de cine documental ecuatoriano y fundador del Festival de Cine «Encuentros del Otro Cine – EDOC». Que cada uno de ustedes esté bien. Estos cuatro últimos días mis colegas me dijeron que vivían y no era «nada espectacular». Yo creo en el milagro del día. Veo a mi hija crecer. Por mi parte, deseo que la poesía los encuentre, dignos y rebeldes. Con todas las ganas de vivir.
Gabriela Ruiz Agila @GabyRuizMx Investigadora en prensa, migración y derechos humanos. Cronista. Es conocida como Madame Ho en poesía. Premios: Primer lugar en Premio Nacional de Periodismo Eugenio Espejo [Ecuador, 2017]; segundo lugar en el Concurso Nacional de Poesía Ismael Pérez Pazmiño con Escrituras de Viaje [Ecuador, 2016]; primer lugar en Crónica del Cincuentenario organizado por la UABC con Relato de una foránea [México, 2007].
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