El libro La conquista del presente recoge cuatro ensayos de voces muy distintas que abren la puerta a repensarnos, hoy, a partir de cómo entendemos el ayer. Presentamos el prólogo escrito por uno de los autores y colaborador de Pie de Página, Eugenio Fernández Vázquez
Texto: Eugenio Fernández Vázquez
Fotos: Especial
Más allá de ser un pretexto para desfiles y exposiciones públicas, las efemérides pueden servir también como asideros y puntos de partida para mirar al pasado y transformar el presente. Arbitrarias como todos los símbolos, portan consigo procesos enteros y abren la puerta a quien quiera asomarse a la memoria que de ellos se guarda y entender quién la sufre y quién la goza, quién la siente como propia y quién la ve como algo ajeno y, en muchas ocasiones, como algo impuesto. Eso ocurre con el quinto centenario de la Conquista de México, que se conmemora en este año de 2021.
En realidad, el aniversario de la llegada de Hernán Cortés a las costas de Veracruz en 1519 apenas se ha tomado en cuenta y el año 2019 más bien sirvió como recordatorio de que había que prepararse para la fecha importante, la de 2021. Como la Conquista en sí —el proceso de imponer sobre los pueblos originarios el dominio colonial o el de los herederos independientes de las autoridades coloniales— no terminó sino hasta el siglo XX, no hay una fecha concreta que marque el final de ese mismo proceso. En cambio, sí hay una fecha que marca su punto de no retorno: la de la caída de México Tenochtitlan en manos de los españoles y sus aliados mesoamericanos el 13 de agosto de 1521, y ésa es la que lleva la carga de la memoria de la sujeción de los pueblos de lo que hoy es México a la corona española.
Se trata del día en que cayó prisionero Cuauhtémoc, el último emperador azteca, mientras su ciudad sitiada moría de hambre y por los estragos de las enfermedades recién llegadas de Europa —la viruela, sin ir muy lejos, había matado a Cuitláhuac, su antecesor en el cargo, apenas unos meses antes—. Se trata, por tanto, del momento en el que los españoles consiguieron un sitio fijo desde el que emprender con mayor fuerza y solidez su esfuerzo de sometimiento de los demás pueblos mesoamericanos, fuera por la negociación y el soborno o por la fuerza de las armas. Por ejemplo, desde la base que entonces pudieron instalar en Coyoacán, en la rivera del lago que rodeaba la ciudad caída, emprendieron pronto las campañas militar y diplomática para dominar Michoacán, y desde el valle de México salió Pedro de Alvarado a conquistar las tierras mayas al sur y al este del istmo de Tehuantepec, entre otras empresas de aquel primer período de imposición de la autoridad peninsular sobre lo que ya empezaba a ser América. [García Martínez, Bernardo (2010), Los años de la conquista en AA. VV., Nueva historia general de México, El Colegio de México, Ciudad de México, pp. 177s ].
Este quinto centenario de la Conquista de México encuentra al país sumido en un momento de cambios potenciales y de disyuntivas, en que el neoliberalismo quedó duramente deslegitimado, pero en el que todavía no surgen alternativas claras que permitan desmontar y sustituir ese modelo económico y social. La relación de la sociedad mexicana con su historia también está atravesada por esa coyuntura.
México no es ajeno a lo que Enzo Traverso, siguiendo a François Hartog, llama “presentismo”. Se trata, según la síntesis del italiano, del régimen de historicidad surgido en la década de 1990 que consiste en “un presente diluido que absorbe y disuelve en sí mismo tanto el pasado como el futuro” y que tiene una doble dimensión: la reducción del pasado a mercancía por y para la industria cultural, con lo que se destruyen todas las experiencias transmitidas y se ocultan las herencias significativas tanto de dominación como de resistencia, y la abolición del futuro, que se da definitivamente por cerrado en favor de un tiempo de aceleración permanente [Traverso, Enzo (2018 [2016]), Melancolía de izquierda: marxismo, historia y memoria, Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México, p. 34].
La reducción del tiempo que viven los seres humanos al presente inmediato y su supuesta emancipación de la historia por parte del libre mercado debían haber abolido la necesidad de recordar nada. En México se suponía que la transición a la democracia había hecho irrelevante la memoria de toda lucha que no hubiera girado en torno a las urnas y las elecciones, y la retirada voluntaria del Estado en favor del libre mercado nos debía de haber liberado de condicionantes sociales para permitirnos vivir y prosperar sin temores.
Desde el poder económico y político se veía la historia —en tanto disciplina y herramienta de comprensión del presente— como un pasatiempo legítimo pero intrascendente. El pasado, a su vez, se entendía, no como un antecedente o una fuente de inercias, encuentros y conflictos que han dado pie al mundo que vivimos, sino como una fuente de orgullo patrio, de belleza y entretenimiento.
Así, se proclamó ya desde 1990 que México es el afortunado heredero de “esplendores de treinta siglos”, como se tituló una ambiciosa exposición que pasó primero por Manhattan y luego por la Ciudad de México, y el siglo XXI ha visto sucederse una tras otra declaratorias de patrimonio de la humanidad para sitios y prácticas nacionales. Al tiempo, sin embargo, ha habido en los hechos un olvido activo de los procesos y circunstancias por las que nacieron esos monumentos físicos o intangibles, del tiempo y las sociedades que los construyeron y que los envolvían y daban sentido.
Las herencias de la Conquista son ejemplo de ello. Se toca el son jarocho, pero se obvian sus raíces entre los esclavos llevados desde África a Veracruz. Se conservan y restauran los retablos barrocos del Bajío, pero se ocultan los elementos tan violentos que tuvo la evangelización del país. En las ex haciendas de Yucatán convertidas en hoteles de lujo se venden como souvenirs productos de henequén, pero se oculta la explotación de los mayas en esos mismos terrenos y la maldición que supuso ese pariente del agave.
Buscando corregir este presentismo, o al menos yuxtaponiéndose a él, la presidencia de Andrés Manuel López Obrador ha emprendido un esfuerzo por reconocer la importancia del pasado y de la historia y, además, por incorporar a los pueblos indígenas al relato nacional. La decisión de López Obrador de pedir disculpas a nombre del Estado mexicano por las guerras contra los pueblos yaqui y maya y su exigencia al Estado español de que se pidan disculpas por la Conquista van en ese sentido, aunque no alcancen del todo su cometido explícito [ López Obrador, Andrés Manuel (2019), Discurso por la conmemoración de los 500 años de la batalla de Centla, Tabasco, pronunciado el 25 de marzo de 2019, consultado el 2 de mayo de 2021].
Desde los inicios de la guerra de Independencia se impuso en México un relato público, un mito fundacional que conectó la emancipación de España con el tiempo anterior a la Conquista, pero omitiendo en el proceso a los descendientes de los pueblos indígenas. Como explicó Luis Villoro, los criollos de primeros del siglo XIX se contaron que su nueva nación era la continuación directa de las naciones precortesianas, aunque eso no implicó nunca que pensaran que su sociedad conectaba con las de los indios con los que de una u otra forma coexistían en el territorio nacional. No hubo en la construcción de ese relato “una reiteración material de lo indígena”; no fueron “sus contenidos sociales y espirituales los que se pretend[ía] reivindicar”, sino el hecho de que, como el México que los criollos buscaban construir, ese tiempo estaba también libre del yugo peninsular [Villoro 1953), El proceso ideológico de la revolución de Independencia].
Desde entonces, la construcción de la nueva nación y su desarrollo posterior siguieron adelante sin los pueblos indios, y más bien contra ellos. Tras la Independencia se mantuvieron las guerras contra los pueblos rebeldes, y a mediados del siglo XIX se aprobaron normas como la Ley Lerdo, que buscaba abiertamente acabar con la propiedad comunal de la tierra y deslindar los territorios indígenas.5 Inclusive la Revolución de 1910, en la que los pueblos indios jugaron un papel importante, los pasó de largo, aunque abriera la puerta a la restitución de sus tierras y la reconfiguración de sus formas de gobernanza. De hecho, en la Constitución de 1917 ni siquiera se menciona a los indígenas mexicanos.6 Hizo falta un alzamiento armado —el del Ejército Zapatista de Liberación Nacional en 1994— para obligar a México a escuchar la voz de los pueblos indios, y ha hecho falta un cuarto de siglo de movilizaciones posteriores, sea en defensa del agua y del territorio, de la autonomía y autodeterminación o de la biodiversidad y agrobiodiversidad, para que el Estado reconozca al menos en parte su complicidad con el colo nialismo. El gesto de López Obrador, sin embargo, no está exento de riesgos y problemas.
Por un lado, cuando se repasan los atropellos sufridos por los pueblos indígenas en estos quinientos años transcurridos desde la captura de Cuauhtémoc lo dicho por el mandatario al pedir disculpas por las atrocidades cometidas contra el pueblo maya parece muy poca cosa. En el mensaje pronunciado en mayo de 2021 en Felipe Carrillo Puerto —la antigua Chan Santa Cruz de los mayas alzados contra el Estado mexicano a mediados del siglo XIX y hasta principios del siglo XX— López Obrador puso el énfasis en las guerras, pero dijo poco de los trabajos activos y no por desarmados menos violentos para mexicanizar o desindigenizar a los pueblos indios. El presidente de la República mencionó apenas por encima el hecho de que el Estado posrevolucionario ha sido también un Estado colonialista y, sobre todo, prometió “jamás olvidar” a los pueblos indios [7 López Obrador, Andrés Manuel (2021), Discurso durante la Ceremonia de petición de perdón por agravios al pueblo maya, consultado el 3 de mayo de 2021 en https://lopezobrador. org.mx/2021/05/03/discurso-del-presidente-andres-manuel-lopez-obrador-duran te-la-ceremonia-de-peticion-de-perdon-por-agravios-al-pueblo-maya/] pero eso no implica que su acción sea más democrática que lo visto durante la historia de México.
Como se documenta en este volumen, el colonialismo no terminó con la partida de los virreyes, sino que se mantuvo tras la Independencia. Podría decirse incluso que la consolidación del Estado, conseguida por fin en los años posteriores a la Revolución de 1910, recrudeció dicho proceso. Mencionar apenas de pasada la marginación y el abandono al que se sometió intencionalmente a todos los pueblos indios —y no solamente a los yaquis y a los mayas—, las campañas educativas en contra de las lenguas autóctonas, el racismo todavía tan prevalente, es abrir en falso las puertas del relato público sobre la historia nacional.
Por otra parte, si el Estado ha de pedir seriamente perdón por los atropellos cometidos, las disculpas deberían ir acompañadas por un proceso participativo e incluyente de construcción de una memoria colectiva y un relato público nacional —o, más bien, plurinacional—. Para que el proceso sea realmente significativo debe incorporar a los pueblos indios como autores de ese nuevo relato y no contemplarlos solamente como receptores a los que se incluye sin consultarlos.
Ese proceso debería también ir acompañado de acciones concretas y de un cambio en la forma de actuar del Estado. Hasta ahora, por ejemplo, la única forma en la que se da voz a los pueblos indios en los proyectos y programas de desarrollo es abriendo la posibilidad de que acepten o rechacen las opciones que se les ofrecen desde arriba, poniendo ante ellos una única alternativa: no recibir nada o recibir lo que se construyó sin ellos. Actuar con honestidad y coherencia en contra del colonialismo sería ir mucho más allá y construir esas opciones con ellos y desde abajo. Como ha pedido en otros espacios la autora de uno de los textos de este libro, Yásnaya E. Aguilar Gil, “antes de proceder habría que escuchar” y pensar y diseñar los caminos de desarrollo en los territorios indígenas de la mano con esas poblaciones [Aguilar Gil, Yásnaya E. (2020), Que ningún Dios recuerde tu nombre, El País, 10 de marzo de 2020, versión web, consultada el 3 de mayo de 2021 en https://elpais.com/ elpais/2020/03/10/opinion/1583849731_517412.html].
Tampoco se puede ignorar que poner el énfasis en los atropellos del porfiriato sin dar el lugar que corresponde a los esfuerzos de resistencia es reducir a los pueblos indios a víctimas de la historia, ocultando el protagonismo que tuvieron. En justicia, habría que obrar en sentido contrario y, siguiendo de nuevo a Enzo Traverso, reconocerlos como vencidos antes que pintarlos como víctimas [Traverso, Enzo (2017), Políticas de la memoria en la era del neoliberalismo, Aletheia 7(14): p. 7].
La diferencia entre uno y otro término no es poca cosa. Donde la víctima es objeto de un ataque, el vencido es sujeto de una lucha. Si la víctima padece la acción de otro, el vencido es el sujeto de la acción propia, aunque dicha acción no haya tenido éxito. Los pueblos indios han sido por encima de todo actores y protagonistas de su historia, aunque en el relato nacional se les haya relegado a un segundo plano y a la pasividad de personajes de reparto.
La guerra de Castas y la del Yaqui son apenas dos episodios en una larga historia de resistencias y rebeliones que han atravesado todo el territorio nacional y que lo mismo han tomado la forma de levantamientos armados en la Sierra Gorda de Querétaro que de estrategias soterradas de defensa de las culturas propias y de subversión de las impuestas entre los zapotecos oaxaqueños o los nahuas poblanos. Pasar por alto todo esto en la construcción de la nueva narrativa y poner, como se ha planteado, el énfasis en lo sufrido y no en lo peleado sería faltar a la verdad.
En la coyuntura actual, de agotamiento de la legitimidad del orden reciente y de vacío de alternativas hacia el futuro, se abre la posibilidad de dejar definitivamente atrás el presentismo impuesto por el neoliberalismo y dar al pasado la importancia que tiene. Al hacerlo, a su vez, se abre la oportunidad de construir un relato incluyente, plural y democrático que permita transformar al Estado y la sociedad mexicanos y desterrar de ambos la herencia y la inercia coloniales.
Los textos aquí reunidos buscan abonar a esa tarea de recuperación de la historia y de reconstrucción del relato nacional poniendo en cuestión la imagen que tenemos de la Conquista y la colonia en México, nuestra relación con esos hechos y las ideas que heredamos y que nos hemos formado sobre sus protagonistas. Desde distintas perspectivas, van todos a la raíz de ellos, haciendo preguntas muy elementales y, por lo mismo, muy pertinentes.
El primero de estos textos lo firma la lingüista e intelectual mixe Yásnaya E. Aguilar Gil y plantea una interrogante que pega en los cimientos mismos de nuestra concepción de México y de su historia: ¿quién fue conquistado ayer y quién es hoy quien puede asumirse como heredero de los pueblos sojuzgados en 1521 y los siglos siguientes?
En su respuesta, Aguilar Gil asume la perspectiva del ángel de la historia del que hablaba Walter Benjamin, el Angelus Novus que Paul Klee pintó con los ojos como platos y la boca muy abierta, vuelto el rostro hacia el pasado. “Allí donde nosotros vemos un encadenamiento de hechos”, decía Benjamin, “él ve una única catástrofe que acumula incesantemente una ruina tras otra, arrojándolas a sus pies” [10 Benjamin, Walter (2018 [1940]), Tesis sobre el concepto de historia, recogido en Ilumi naciones, Taurus, Barcelona, p. 312. Cursivas en el original]. Donde la historia oficial mexicana presenta una sucesión de episodios guerreros que asuelan a un pueblo conquistado por los españoles que luego se emancipó de ellos, ella encuentra un único proceso de conquista, colonización y exterminio que afecta a pueblos muy distintos.
El texto pone la mira en la exigencia por parte de López Obrador de que el Estado español pida disculpas por la Conquista, pero ofrece también una nueva clave de lectura de la historia y del presente del país que va mucho más allá. El exterminio de los lacandones en los siglos Xvi, xvii y xviii, la terrible injusticia del confinamiento de los rarámuris en lo más agreste de la sierra Madre y su abandono por parte del Estado y los estragos del modelo extractivista que tanto dolor ha causado a campesinos de todas las identidades en las últimas décadas quedan a ojos de Aguilar Gil enmarcados en una misma lógica que ella hace evidente: la de la explotación de las mayorías y la devastación de los territorios que habitan en favor de los herederos de los conquistadores.
Con su aportación a este volumen, como con el grueso de su trabajo, Aguilar Gil actualiza y da nueva fuerza a la denuncia de los estragos de la Conquista de México y a la lucha contra el colonialismo y poscolonialismo que le siguieron. Al hacerlo, además, renueva y rescata un territorio intelectual que hasta hace muy poco pertenecía casi exclusivamente a hombres occidentales.
La crónica y defensa de los pueblos indios mexicanos eran tareas que se hacían desde la ciudad y usando medios que rara vez llegaban a las comunidades de las que hablaban. Hace apenas tres décadas, por ejemplo, Carlos Fuentes elogiaba desde San Jerónimo, en la Ciudad de México, el afán del también chilango Fernando Benítez de preguntarse cómo “mantener los valores de [las culturas indias de México] salvándolas, a su vez, de la injusticia”. En su prólogo a Los indios de México encomiaba el esfuerzo de Benítez por encontrar y contar el mundo indígena, tan ajeno a él, decía Fuentes, como a otros intelectuales que lo precedieron en esa tarea, como Antonin Artaud o Aldous Huxley [uentes, Carlos (2013 [1989]), Prólogo a Benítez, Fernando, Los indios de México (antología), Ediciones Era, México, p. 13 de la edición electrónica].
Un poco antes, en 1980, tocaba al historiador europeo Jan de Vos denunciar y reconocer: “Somos nosotros mismos los culpables” del “largo proceso de destrucción llevado a cabo por la llamada ‘civilización occidental’ en contra de las culturas autóctonas de América” [12 de Vos, Jan (2015 [1980]), La paz de Dios y del Rey: la conquista de la selva lacandona (1525-1821), Fondo de Cultura Económica, México, pp. 12s de la edición electrónica].
Hoy se abre espacio en los libros y los medios nacionales la voz indígena, alta y clara de Yásnaya Aguilar. Con ella, toma desde abajo y desde enfrente la estafeta de de Vos y Benítez para decir: “Sí, el México occidental es culpable” y plantear ya no cómo salvar a otros, sino cómo hacer justicia para todos.
El segundo texto que presentamos abre una ventana para imaginar quiénes fueron los conquistadores y colonos que llevaron a cabo el proceso de conquista y colonización de América en sus primeras épocas, que fueron quizá las más definitorias, y cómo llevaron a cabo esas empresas. Lo preparó Jorge Comensal, autor de la novela Las mutaciones y uno de los escritores más brillantes de su generación, que se asume heredero de Jorge Ibargüengoitia y es, como corresponde en alguien que se inscribe en la tradición de Los relámpagos de agosto o Estas ruinas que ves, dueño de una pluma mordaz que hace de la risa un instrumento para humanizar y acercar a quienes conocemos apenas como espectros del pasado o como entradas de un archivo.
Haciendo una nueva lectura de las Cartas privadas de emigrantes a Indias que Enrique Otte encontró en el Archivo General de Indias y que publicó en 1988 [Otte, Enrique (1993 [1988]), Cartas privadas de emigrantes a Indias: 1540-1616, FCE], Comensal pone carne y hueso, rostro y apellidos a quienes, como explica José Luis Martínez en su propia lectura de las cartas, “estaban estableciendo la nueva sociedad criolla mexicana” [Martínez, José Luis (2007 [1992]), El mundo privado de los emigrantes en Indias, Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México], pero que, a pesar de la importancia de sus desventuras y del peso de su herencia, se nos suelen presentar como si hubieran salido de la nada en estas tierras y a la nada hubieran vuelto con la Independencia.
Por esas líneas se puede comprender mucho mejor por qué las sociedades americanas tomaron la forma que tomaron y, por añadidura, descubrir en lo escrito en el barroco muchos rasgos que siguen estando muy presentes hoy a pesar del tiempo transcurrido. Por ejemplo, aunque el lenguaje ha evolucionado desde entonces, ¿no suena como moneda corriente la queja de un Alonso de Castro que protesta porque “es tan mal servicio el de los indios” que nomás no se halla en paz? ¿No parece salida de los labios de las elites blancas del presente?
Así, y como se ve en los pasajes elegidos por Comensal, el racismo y la explotación no son de ahora, sino que tienen raíces muy hondas, que van desde la construcción de una imagen del otro como objeto legítimo de explotación hasta la noción misma de que se trata de eso: de otro que no necesariamente tenía el mismo grado de humanidad que el remitente. “Envío dineros, quinientos pesos de oro común”, escribe a su mujer en España un Cosme Rodríguez de Tehuantepec, “para que compréis una negra y vengáis como mujer de bien”, por ejemplo.
El reto que Comensal enfrentó —y superó con creces— en el texto aquí recogido es tanto más difícil precisamente por esa claridad de las líneas rescatadas, y tanto más relevante por su actualidad. Donde lo más fácil sería descartar como monstruosidad afirmaciones similares, el escritor muestra que es, simplemente, humano, y cuando sería fácil caer en la tentación de descartar atrocidades de antaño como agua pasada, él las saca a la luz y muestra su sintonía con las opresiones del presente.
Al texto de Comensal sigue una revisión ya no de lo dicho y pensado por los que vinieron, sino por los descendientes vivos de los que se quedaron en España. Está a cargo de la historiadora Ana Díaz Serrano, investigadora Ramón y Cajal en la Universidad de Murcia, que se ha especializado en la historia de las relaciones entre colonizadores y colonizados, con todos los matices que puede haber entre estos términos que, más que entes discretos, parecerían marcar extremos o apenas elementos de un continuo muy complejo y muy diverso.
Díaz Serrano hace aquí historia del presente ya no para hablar de la llegada de Colón, Cortés o Pizarro a América, sino de la construcción y usos de la memoria de los eventos que protagonizaron, como se la hiló y leyó desde su lado del Atlántico. Revisando el contexto en el que ocurrió el quinto centenario del viaje de la Pinta, la Niña y la Santa María a América, muestra con claridad que ni la historiografía ni la memoria que la engloba están libres del sello de su tiempo, de forma que los relatos construidos desde el poder terminaron sirviendo más a quienes lo detentaban en ese momento que a quienes los miraban desde afuera y desde abajo. Andando por ese camino, esta aportación pone también en plata el contraste entre la importancia que una España que buscaba un nuevo lugar en el mundo y una nueva imagen de sí misma dio el encuentro —o encontronazo— entre exploradores, militares y curas españoles con las sociedades americanas, y la poquísima atención que en tierras ibéricas se ha prestado al quinto centenario de la caída de Tenochtitlan.
Escrito con la meticulosidad de una historiadora acostumbrada a recordar que el emperador estaba y siempre ha estado desnudo, donde se ha querido imponer el olvido a lo que no fuera un aburrido consenso el texto de Díaz Serrano hace la enorme aportación de rescatar las polémicas que ya desde hace tres décadas surgieron en torno a aquellos eventos. Si las voces dominantes han buscado, por ejemplo, imponer la figura de Mario Vargas Llosa como la de toda América Latina, este artículo rescata las críticas de Edmundo O’Gorman o Enrique Dussel a la visión que se publicitaba sobre la Conquista y colonización de América, y donde parecería que todos en Europa aplaudían la versión impulsada por Felipe González, ella recuerda lo dicho por autores como José Saramago o Manuel Vázquez Montalbán, que desde entonces pedían otra relación entre las dos orillas del mar que compartimos los íberos y los americanos.
Cierra este volumen un texto de quien escribe estas líneas que revisa la relación de América Latina con su propia historia y que advierte cómo la región es terriblemente hipócrita respecto de la Conquista y la colonia. Mientras con una mano se las condena, se dice en él, con la otra se celebra a quienes las perpetraron, actualizando y dando nuevos bríos al racismo, la desigualdad y la explotación de los unos por los otros.
Con un rápido recorrido por algunos de los muchos monumentos y homenajes a los artífices del dominio español que todavía se pueden ver en el continente, el texto muestra cómo los pueblos de la América hispana son mucho más herederos de la sociedad colonial y de su vocación para la explotación de lo que se cuentan a sí mismos. Hay muchos a ambos lados del Atlántico, se dice ahí, “que no sólo no ven mal las invasiones ni el colonialismo y la dominación de los demás, sino que las aplauden, hayan sido hace quinientos años o hace menos de dos décadas”.
El texto revisa también el papel de las estatuas en las sociedades y las razones para derrumbarlas. Del Coloso de Nerón que Vespasiano degolló para convertirlo en homenaje al sol a la estatua de Diego de Mazariegos que un grupo de indígenas mexicanos derribó en San Cristóbal de las Casas, y de la lucha por remover las efigies del esclavista Cecil Rhodes en Reino Unido a la destrucción de la estatua de Sebastián de Belalcázar en Colombia, ahí se reflexiona sobre el rol de estos monumentos como porta dores de una historia deformada y sobre la legitimidad de su destrucción.
Buscando encontrar salidas y asumiendo con Albert Camus que quizá los seres humanos sí necesitamos modelos y héroes, ahí se propone una nueva forma de construirlos: buscando no en quienes vencieron a los demás, sino en quienes supieron forjar encuentros significativos con ellos a contrapelo del poder. Quizá, sostiene el texto, entre cocineros y poetas, entre quienes reinventaron el pan y compusieron los primeros sones, podamos encontrar nuevas figuras heroicas que nos permitan forjar sociedades más democráticas, justas y libres, en las que nadie oprima a nadie y progresemos juntos.
Como se anotó antes, el presentismo que sigue hoy tan vigente ha llevado a que se olvide el pasado, a que se oculte todo componente de la historia que no pueda convertirse en un souvenir y a forzar al mundo a renunciar al futuro, subsumiéndolo en un presente sin fin, en un ahora líquido en el que la vida queda reducida “a una serie de proyectos de corto alcance y de episodios que son, en principio, infinitos”, como explicaba Zygmunt Bauman [2008, Tiempos líquidos, Tusquets].15 Este volumen se preparó con la intención de romper con ese régimen mostrando hasta qué punto el pasado sigue muy presente entre nosotros. Con ello se quiso ayudar también a recuperar el mañana y hacer más vivible el ahora.
A menudo se olvida que la interacción entre la memoria, lo vivido y lo soñado opera en muchas direcciones. Recuerdos y olvidos se construyen en función de la experiencia del presente y éste los matiza y proyecta sobre ellos su propia luz. De igual forma, lo que se hace hoy está determinado por lo que se quisiera del porvenir y las herencias recibidas marcan las esperanzas depositadas en él y el trabajo para hacerlas realidad.
Los textos que aquí se presentan se concentran en un solo aspecto del pasado —la conquista y la colonia en América y sobre todo en México—, y ello abonará sin duda a los esfuerzos por desterrar de una vez por todas el colonialismo de estas tierras, pero somos muy conscientes de que eso no basta para recuperar el futuro. Para ello será fundamental mostrar también que la resistencia ante la opresión ha sido tan constante como el afán de dominar a los demás.
Para construir un mundo mejor urge recordar que en la historia han cabido, y con enorme relevancia, quienes han trabajado para los más y quienes han defendido su derecho a vivir en paz y sin cadenas. Urge mostrar que esa visión del ángel de Benjamin por la que la historia es una única catástrofe tiene un reverso por el que ningún esfuerzo por subvertir al poder está aislado, sino que se inscribe en una larga sucesión de luchas que han tenido mayor o menor éxito, pero que ahí han estado y han dejado su huella, y que no han sucumbido a las ruinas que se acumulan sobre el mundo.
Hacerlo rebasa por mucho el alcance y las ambiciones de este libro, pero este libro aspira a inscribirse en un esfuerzo más amplio que apunte hacia allá. Recuperar y reconstruir el recuerdo de las luchas del ayer será clave para que su inercia nos proyecte hacia un futuro mejor.
La Conquista en el presente recoge cuatro ensayos de voces muy distintas que abren la puerta a repensarnos, hoy, a partir de cómo entendemos el ayer.
Abre el volumen un texto de la intelectual mixe Yásnaya Aguilar que pone en cuestión quién manda en los relatos sobre la Conquista y, por tanto, a quién sirve esa narrativa. Con eso en mente, pregunta: ¿Con qué derecho se asumen muchos que perpetúan el colonialismo como representantes de los conquistados?
Le sigue un artículo de Jorge Comensal en el que el autor de Las mutaciones repasa desde nuestro tiempo las cartas de los migrantes a Indias durante la colonia. Donde lo fácil sería tachar de monstruosidad lo dicho por los colonos, él resalta su banalidad, y cuando sería fácil descartar las atrocidades de antaño como agua pasada, él muestra su sintonía con las opresiones del presente.
La historiadora Ana Díaz Serrano manda su aportación desde la orilla ibérica del Atlántico. En ella repasa los usos que en España se han hecho de la llegada de los europeos a América y muestra cómo los relatos construidos desde el poder sirven a los que mandan, no a quienes los miran desde afuera y desde abajo.
Cierra el volumen un texto del periodista Eugenio Fernández Vázquez en el que reflexiona sobre el papel de las estatuas en las sociedades y sobre las razones para derrumbarlas, desde la antigua Roma hasta la Popayán colombiana y del Coloso de Nerón que alteró Vespasiano hasta el monumento a Diego de Mazariegos derribado en 1992.
Consultor ambiental en el Centro de Especialistas y Gestión Ambiental.
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