Los millennials no sabemos separar. No podemos soltar el celular y negarnos a consumir lo que sucede ahora mismo en otros lugares. Tal vez la solución es admitir que lo único que podemos controlar es lo que tenemos de frente, dentro del encuadre de nuestras propias cámaras
@luoach
El viernes pasado salí con un grupo de conocidos de la Feria Internacional del Libro en Nueva York con ganas de celebrar. Hicimos una búsqueda en internet y en cuestión de minutos encontramos un bar cerca del Instituto Cervantes, donde había sido la feria. Henry’s Rooftop Bar prometía eso que Manhattan ofrece en verano y todos ansiamos como un escape del acelere a nivel banqueta: un oasis en las alturas, un bar donde el tiempo corre a otro ritmo, una vista desde la azotea de un rascacielos en medio de la ciudad.
Llegamos al edifico sobre Lexington Avenue, salimos del elevador en el piso 16 y viramos a la izquierda. Ahí estaba. Habíamos llegado. Tenía pocas mesas, todas vacías; unos cuadros anticuados colgaban en el salón interior y en la terraza había apenas un par de personas además del grupo que veníamos de la FIL. El lugar estaba más bien muerto. Saqué mi celular y tomé las fotos reglamentarias para Instagram (#rooftop #bar #Manhattan).
Entrar a Instagram es perder piso. El momento en que tocas la pantalla de tu celular y abres la primera historia desciendes de inmediato a una espiral donde el tiempo no existe. O más bien, donde el tiempo se difumina y se fusiona, para ser reemplazado por un “ahora” constante. Todo lo que aparece en la pantalla de tu celular está pasando justo en el mismo instante; está sucediendo en el momento presente.
De eso habla el académico de medios Douglas Rushkoff en su libro “El shock del presente, donde todo sucede ahora”. Al inicio del libro, el autor describe el cambio de paradigma temporal entre el siglo XX, donde la sociedad vivía esperando que algo sucediera, y el siglo XXI, donde todo está sucediendo en este instante.
Rushkoff escribe: “Nuestra sociedad se reorientó al momento presente. Las cosas están pasando en vivo, en tiempo real y suceden todo el tiempo. Es más que un mero aceleramiento, aunque nuestros estilos de vida y tecnologías han acelerado el ritmo al que intentamos hacer las cosas. Es más como una disminución de cualquier cosa que no está pasando justo ahora—y la arremetida contra todo lo que supuestamente sí”.
Meses antes, en un picnic de Central Park, discutía con un amigo la premura de los problemas de la humanidad. El cambio climático es el problema más urgente a resolver, decía él. Y yo le preguntaba si valía la pena salvar a la humanidad, aunque siguiéramos matándonos y explotándonos los unos a los otros. ¿Qué era más valioso, la supervivencia de la especie a largo plazo o mejorar la calidad de vida para los más vulnerables en el corto plazo? Todos los problemas empeoran al mismo tiempo. ¿Cómo jerarquizarlos? Abrumados, no llegamos a nada.
Y eso es, en escala, lo mismo que me sucede muchas veces a nivel cotidiano. Despertar y empezar a enlistar todas las cosas que tengo que hacer: ejercicio (al menos una hora para que valga la pena), cocinar el desayuno (pero que sea sano), ir a trabajar, responder correos, corregir textos, organizar las próximas reuniones, pasar al súper a comprar comida, leer, pasar al correo, completar el curso en línea, llamar por teléfono a preguntar sobre la póliza del seguro, hacer una entrevista pendiente… y de repente la acumulación de cosas se traduce en parálisis y no sé qué es prioritario ni por dónde empezar. Todo parece necesitar atención inmediata.
En su texto para BuzzFeed News, “How Millennials Became The Burnout Generation”, la autora y periodista Anne Helen Petersen describe una parálisis propia de los millennials: la incapacidad de salir a votar, de realizar mandados básicos, de regresar la ropa a la tienda, de enviar formularios de recibos médicos para pedir reembolsos, de mandar cosas por correo. Petersen describe a una generación consumida por la ansiedad, sin la capacidad de lidiar con la acumulación de tareas básicas que necesitan ser resultas al mismo tiempo.
Lo entiendo. Lo vivo, vaya. Pasamos, como sociedad, de consumir información vía periódicos impresos y programas televisivos con horario fijos a ver y leer todo en todo momento. Eliminamos los horarios informativos y con ello difuminamos las líneas entre lo que puede esperar una semana y lo que necesita resolverse para hoy. Perdimos la capacidad de discernir qué es más relevante. Convertimos las noticias en “contenido” y de eso llenamos las plataformas electrónicas 24 horas al día, los 7 días de la semana, los 365 días del año.
Nosotros los millennials no sabemos separar. Crecimos en el flujo informativo del momento presente. No podemos cerrar Instagram, soltar el celular y negarnos a consumir lo que sucede ahora mismo en otros lugares, so pena de hacer algo que no sea relevante, o peor, de pasar desapercibidos. Estamos condicionados a existir ahora.
En otro momento intenté tener esta conversación con gente de la generación X. Cuando planté los problemas colectivos y los individuales, la respuesta fue la misma: “pues primero haces una cosa y después la otra, ¿no? Si quieres hacer algo, hazlo”. Esa capacidad de separar y ordenar, de jerarquizar, es lo que no tenemos. Vivimos en el momento presente, en el instante, ahora, donde todo se apila y se acumula, se mezcla y nos abruma.
El problema con la teoría de Rushkoff es que no incluye nunca la acumulación de información que recibimos en tiempo presente. Se enfoca en la manera en que nos comunicamos, pero no calcula nunca que estar conectados todo el tiempo implica una acumulación pasmosa de información. No solo es el cómo comunicamos, sino el cuánto transmitimos.
Ese viernes en el bar de la azotea, finalmente nos sentamos en una mesa de la esquina y hablamos de periodismo y política, de rencillas entre autores. En ese momento tenía la sensación de estar donde tenía que estar; de estar en el momento. Tal vez documentarlo para Instagram había ayudado, haciéndome sentir parte del ahora, donde yo también aportaba a esa narrativa colectiva del momento presente.
Después de unas cervezas decidimos salir. Éramos los últimos y el bar tender estaba cerrando la barra. Caminamos hacia el elevador por el que habíamos llegado. Del otro lado se alcanzaba a ver una luz; se oía un bullicio. Me acerqué, pasando de largo el elevador. Había una puerta abierta. Caminé hacia fuera. Del otro lado del edificio, estaba otro Henry’s Rooftop Bar. Era como un espejismo: estaba en el mismo edificio y tenía el mismo nombre, pero estaba ambientado ligeramente diferente. Había más gente, era mejor.
Todo lo que captura una cámara de celular y aterriza en Instagram está dejando fuera el resto de la imagen. Aunque consumamos una infinidad de información y toda esté sucediendo justo ahora, también es cierto que todas esas imágenes son parciales; trozos de una realidad más compleja y completa, menos inmediata.
Hace un año, en un café de Harlem, un chico me explicó su fe en Dios. “Es admitir que no sé lo que está pasando a mis espaldas y hacer las paces con que no lo puedo controlar”, me dijo. En ese momento no le di mayor importancia, pero de cierta manera eso era todo lo que necesitaba en la azotea del edificio en Lexington Avenue: admitir que estaba bien no saber.
Tal vez la solución a la ansiedad y la parálisis millennial es una cosa parecida al pensamiento religioso, donde logremos aceptar que lo que vemos como el momento presente no es más que la imagen que quedó retratada por una mirilla de lente, dejando una infinidad de cosas fuera de cuadro. Tal vez la solución es admitir que lo único que podemos controlar es lo que tenemos de frente, dentro del encuadre de nuestras propias cámaras. Y aunque eso sea sólo uno de los dos Henry’s Rooftop Bars, comprometernos con ése. Estar sin pensar en lo que sigue, o en aquello de lo que nos estamos perdiendo.
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Ha participado activamente en investigaciones para The New Yorker y Univision. Cubrió el juicio contra Joaquín El Chapo Guzmán como corresponsal para Ríodoce. En 2014 fue seleccionada como una de las diez escritoras jóvenes con más potencial para la primera edición de Balas y baladas, de la Agencia Bengala. Es politóloga egresada del Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM) y maestra en Periodismo de investigación por la Universidad de Columbia.
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