En el sur de Argentina existen las pinturas rupestres que mejor se conservan en la Patagonia. Escenas de cacería y cientos de diseños de manos que perduran después de diez mil años. Un sitio que mantiene paisajes y animales salvajes. Una botella en el tiempo, con un mensaje indescifrable
X: @ignaciodealba
En mis años de mal estudiante, dedicaba tiempo a leer revistas de viajes en la pequeña biblioteca del instituto. Recuerdo que hojeando encontré la historia de un sitio remoto que me pareció fantástico, en la lejanía del sur del continente americano, en las cañadas que circundan un río patagónico se encontraban unas bellas pinturas rupestres. Un sitio inaccesible, que contenía un tesoro arqueológico.
Aquellas fotografías fueron un vuelo para la imaginación, en su momento pensaba “imagínate estar ahí, en lugar de estar esperando al profesor de computación”, un virtuoso del Excel apodado entre los estudiantes como el “lagañas”.
En mi recorrido por América Latina no planeé llegar hasta la Cueva de las Manos, pero la ruta ha cambiado desde el primer día de viaje. Yo pensaba bajar hasta la Patagonia por Chile y no por Argentina como lo he hecho.
Aún en mi viaje hacia el sur, la Cueva de las Manos se vislumbró demasiado remota. En un mapa se le encuentra en medio de la Patagonia, entre montañas y ríos, un lugar aún más lejano si uno viaja con la mochila al hombro en invierno austral.
Pero un lugar llevó a otro, la casualidad jugó sus cartas y viéndome en la legendaria carretera 40 llegué hasta el pueblo de Los Antiguos, de ahí conseguí autoestop hasta la reserva donde se encuentra la Cueva de las Manos. Decido llegar caminando, a través de una zona de senderos.
El sitio es también una reserva natural, este sitio es importante para la conservación de los pumas, pienso que tendría una suerte tremenda si logro ver uno. Pero, aunque aquí abundan es difícil encontrarlos, se esconden entre los matorrales, asoman solo las ojos y orejas.
En mi caminata encuentro ñandús, huanacos, liebres, coyotes y un armadillo. La vida abunda en la estepa, estos mismos animales son los que atrajeron a las bandas de recolectores y cazadores hace más de diez mil años.
Sobre el sendero el paisaje se abre y la panorámica recae sobre un accidente geográfico. Un gran cañón cortado por la afluente de un río que lo circunda.
Sobre una de las paredes del cañón se forman techos y cuevas que fueron el refugio de los antiguos habitantes. Desde este punto la visibilidad se extiende en panorámica.
La visión como punto de dominio. No es extraño que los humanos hallamos colocado a los dioses en el cielo, lugar donde se puede ver todo.
La vista que se logra desde la Cueva de las Manos es sobrecogedora, no solo se le consideró un punto estratégico, se cree que fue un sitio de espiritualidad para sus habitantes.
Las pinturas son tan antiguas que, sobre todo, revelan misterio. Son una especie de mensaje perdido en el tiempo. Una casualidad que sobrevivió diez mil años, una voz indescifrable, pero una voz al fin. Se sabe que es la expresión artística más antigua de los pueblos sudamericanos. Pero casi nada sabemos de estos pintores, aunque la ciencia escudriña en interesantes teorías.
Se sabe que la mayoría de las dos mil manos que fueron calcadas son de mujeres ¿eran las artistas de la tribu? ¿las sacerdotisas? ¿las lideresas? ¿las ociosas? Hay varias manos con seis dedos, donde se deduce que las tribus tuvieron poco contacto con otras y las cruzas parentales eran comunes. También hay varios manos de niños y ancianos. Se cree que había alguna ritualidad que acompañó la elaboración de las pinturas.
Las figuras las realizaron con minerales, vegetales y grasas. Con pajillas soplaron para hacer un efecto aerosol y grabar en negativo no solo las manos, también extremidades de animales. Hay pinturas de guanacos, pumas, lagartijas y lagartijas humanoides. Hay algún insecto, diseños abstractos.
En una parte del cañón es claro que los pintores dejaron una especie de manual de cacería, con las ubicaciones ideales para entrampar a los guanacos y darles caza con más facilidad.
Se determinó que las pinturas pertenecen a distintos momentos, las más antiguas tienen diez mil años, aunque hay periodos de hasta dos mil en que nadie pintó, se piensa que algún acontecimiento hizo que las bandas de cazadores dejaran de frecuentar el lugar.
Las pinturas más recientes pertenecen a nuestro tiempo, cuando “Ulises” tuvo el síndrome de Eróstrato y pensó que sería recordado en la posteridad cuando dejó su nombre. Lo que no pensó este humano moderno es que en el mundo ha de haber, según los cálculos más exactos, unos ocho millones de Ulises.
La Cueva de las Manos era un sitio conocido por los lugareños, aunque el registro más formal sobre la cueva la realizó en los años cuarenta el religioso y explorador Alberto M. Agostitni, quien retrató con una cámara de fotografía algunas de las pinturas, que se conservan su libro “Los Andes”. Mas tarde el topógrafo Carlos J. Gradin dedicó su vida al descubrimiento y la conservación del lugar. En 1999 el sitio fue catalogado por la UNESCO como Patrimonio Mundial de la Humanidad.
En las cuevas y cañadas también se han encontrado utensilios de los antiguos habitantes de la zona, como flechas y restos de ropa hechas con pieles de animales. Aunque se sabe que las bandas de cazadores-recolectores no tenían grandes posesiones. El antropólogo Levi Strauss pensaba que ese tiempo de la humanidad fue el más feliz que existió, sociedades desposeídas pero igualitarias. El mundo antes de la agricultura y el materialismo.
Las pinturas se extienden por casi un kilómetro de largo, hay partes en que los derrumbes acabaron con el mural o las cuevas. Aunque en general se conservan bien, se sabe que el aire seco y frio contribuye a que se mantengan los murales.
Estas pinturas es lo único que nos conecta con los habitantes de hace diez mil años en la Patagonia. Pienso que en el futuro la inteligencia artificial ahondará en los misterios de nuestro tiempo y quizá encuentre las tablas de Excel del profesor lagañas dentro de un servidor olvidado en el búnker de una montaña.
Cronista interesado en la historia y autor de la columna Cartohistoria que se publica en Pie de Página, medio del que es reportero fundador. Desde 2014 ha recorrido el país para contar historias de desigualdad, despojo y sobre víctimas de la violencia derivada del conflicto armado interno. Integrante de los equipos ganadores del Premio Nacional Rostros de la Discriminación (2016); Premio Gabriel García Márquez (2017); y el Premio Nacional de Periodismo (2019).
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